Como las anécdotas son lo que mejor se recuerda después de tantos años, quiero dejar constancia de algo que me ocurrió en aquellas fechas de zozobra, de inquietud y de inseguridad al límite. Tenía el cerebro en las nubes y un molesto dolor de cabeza. Tarde de lluvia. Los exámenes comenzaban al día siguiente. Pedí el paraguas a la señora Teresa. Paquito se quedó estudiando en la habitación. Me planté mi gabardina de color hueso y me eché a la calle. Crucé la ciudad de parte a parte, atravesé callejuelas, subí cuestas y escaleras hasta la Plaza Mayor. Una vez allí tomé el camino de la ermita de Las Angustias, en plena hoz del Júcar.
Llegado a la explanada de la ermita en la que se venera la imagen de la Copatrona de la ciudad, bajo aquellos tremendos farallones de piedra en tarde gris, desde la puerta abierta del antiguo convento que preside la cruz de piedra sobre la que versa una romántica leyenda, un sacerdote anciano que estaba sentado junto al quicio, me indica con mano temblorosa que me acerque a él. Así lo hice. Eres estudiante ¿verdad? –me preguntó. Sí señor –le respondí. Y tienes exámenes a la vista ¿no? Sí señor, mañana mismo. Y vienes a pedirle a la Virgen que te eche una mano ¿A que sí? Sí señor, a eso vengo. Pues mira -continuó él-, vamos a llegar a un acuerdo: Tú te vas a casa a estudiar y yo rezo por ti ¿Qué te parece? Pues bien, me parece muy bien. Y me volví a casa, mandando en la distancia un saludo a la Virgen, pero sin entrar a verla. Días después supe que el sacerdote en cuestión, era nada menos que un Príncipe de la Iglesia, el cardenal don Pedro Segura, quien ya muy anciano tenía por costumbre pasar largas temporadas en el Convento de los Descalzos de Cuenca, que venía a ser como su residencia vacacional por aquellos años. Tengo idea de que falleció poco después.