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En lo que hoy es Valdemoro Sierra, los hombres habitaron abrigos de la zona impregnando su huella en forma de pinturas en la Peña de Aldebarán o dejando lugares mágicos como el de “Los Casares”: un castro celtíbero del siglo III aC., donde el arroyo del Prado Moralejo se une al Guadazaón en la ruta que nos lleva a Beamud entre robles melojos y pocetas que invitan al baño.
Pero hay que volver atrás porque, al llegar, lo primero que llama la atención es una torre espadaña que como barco, se encuentra anclada en lo que fue su iglesia antigua. Una torre vigía que abriga al viejo cementerio poblado de lirios de primavera desde donde contemplamos un valle labrado, beso a beso, por el río, entre los barrancos de la Peña del Lago, de los Palancares y del Escalerón.

La plaza es la plaza con fuente, dos bares y una iglesia de finales del XVI. Pero si queremos bebernos sorbo a sorbo lo que encierra Valdemoro Sierra, hay que dejarse llevar y adentrarse en carriles en los que, los melojos y el agua a borbotones, protagonizan una ruta que culmina en lo que llaman castillos: impresionantes corbeteras labradas por agua y viento en roca viva y areniscas ricas en hierros como advierte su color rojonegrizo.
Hemos esperado, por la luz, las horas de la tarde para visitar la Balsa que, curiosamente, se encuentra muy por encima de las cascadas de agua que beso a beso se deslizan sobre las piedras de toba.
Allí arriba, al pie del arroyo que trae las aguas desde el interior del roquedo, se forma una pequeña laguna, la Balsa aprovechando una depresión en la que, las ranas, croan al cielo dejando para la escorrentía el resto del trabajo esparciendo las aguas, como en abanico, por unos cortados de piedra de toba erosionada, sin apenas vegetación que, aterrazados, hacen de la Balsa un monumento natural.