La Virgen de la Zarza se arropó de la Virgen de las Angustias y de la Virgen de la Luz
Sin duda, hay fechas en la historia que quedan grabadas para siempre entre las páginas más solemnes que se escriben. Una de ellas, será este sábado 24 en la ciudad de Cuenca, bajo un día cálido y perfectamente iluminado por la luz de ese sol que rendía honores a su virgen y patrona, celebrándose un hecho indescriptible para el cronista y afortunado para el creyente.
Me siento orgulloso de ser cañetero y, a la vez, de ser el cronista de la ciudad de Cuenca, porque ambas razones te sirven de orgullo en el tiempo, presente por lo que supone y pasado por la razón de ese peso donde la tradición se enmarca en el jardín de la belleza mariana.
Una onomástica cubría la justificación, la del setenta y cinco aniversario de la coronación canónica de la Virgen de la Luz, patrona de la ciudad de Cuenca; y también otra onomástica, la de los veinticinco de la coronación canónica de la patrona de Cañete. Todo ello, era más que razón para que la pequeña y bella imagen de Nuestra Señora de la Zarza llegase a Cuenca para ofrecerle su reverencia.
Y no he desdeñado en el título que encabeza esta crónica, porque la imagen de la Virgen de la Zarza es una verdadera “joya” del románico tardío o pregótico en toda su dimensión. Pequeña, en madera policromada, sedente y con el Niño a su lado.
Analizar su imagen, es comprender cómo las esculturas de este periodo, finales del XII y todo el siglo XIII son completamente simétricas y frontales, con ese hieratismo expresado con toda su fuerza. Un rostro solemne y serio y a su lado ese Hijo en el regazo sin mayor contacto ni comunicación. En el caso de la imagen de Cañete el Niño está suelto, con la articulación de sus brazos y un tercero pegado al cuerpo de su Madre. Pintada en madera noble, posiblemente dañada por el tiempo, pero en ese deambular de un trono celestial que le permite descansar de su largo recorrido místico. Pequeña en su altura –no más de setenta centímetros- y Grande en su devoción, mirada y sentimiento. De la escuela del Alto Aragón o incluso de la Baja Cataluña, lo cierto es que es una inigualable joya artística que debemos de valorar en toda su justa medida. Setecientos años le avalan, y setecientos años viviendo en el corazón de los cañeteros y cañeteras que han sabido cuidarla, defenderla de avatares bélicos y desgracias populares, para proponer una esperanza en ese futuro lleno de valores y respeto a una seña de identidad que debe dejar marcado las generosidad de un pueblo.
Y vestida con uno de sus excepcionales mantos, en esas andas que la caracterizan, coronada ante el brillo de una Cuenca que la recibió con solemnidad y alegría, llena de flores –más que ninguna- que provocaban el entusiasmo de sus más de cien cañeteros y cañeteras, que no quisieron perderse un día especial para la historia.
Increíble su llegada. Dentro de un espacio –justo y medido- en un vehículo que exhalaba perfume a doquier, entre la pasión de unos banceros que aprisionaban su corazón antes del cortejo, con la serenidad de quienes, por edad, sabían que esto no lo volverían a ver, y sonrojaban su espíritu porque su Cañete es tan grande como la esencia de un tesoro.
Cuenca recibía la Señora de la Serranía, lo hacía con elegancia y se prestaba a ofrecer su calidad cofrade; por eso, la Virgen de las Angustias, patrona del Obispado, la que deja que sus
Puñales clavados en el corazón del samaritano, del amigo, del cofrade, del que llega a su solemne trono, le saludase la primera aceptando que juntas saldrían hacia las calles de la Cuenca urbana e histórica. La Virgen de las Angustias, hermandad fundada en 1925 y que recuerda su gran peso en la historia cuando en 1610, celebraba el domingo anterior al de Ramos con una procesión desde la sede del convento de los trinitarios hasta la catedral, antes de ser fundada su hermandad, la misma que desfilará por primera vez en 1902 dentro de aquella procesión bien llamada de “los Misterios desarrollados en el Calvario”, el viernes a la diez de la mañana. Imagen actual que crease Luis Marco Pérez y que sirve de prototipo de grandeza imaginaria y de sentimiento común.
Esa misma Señora, recibía dentro de la iglesia barroca de Nuestra Señora de la Luz, a la comitiva de Cañete, haciéndole partícipe de su esencia como Virgen grande de Cuenca.
Y luego, la Patrona, la Señora, la llamada moreneta por el color de su piel, la que tiene sede solemne en ese espacio de un barrio de San Antón, histórico y popular, sentido y maravillosamente regado por un Júcar que le bordea y le borbotonea entre sus aguas: Nuestra Señora de la Luz, Virgen y Patrona, que se sentía dichosa por tener a las nueve de la mañana, dos imágenes diferentes en su hechura e iguales en devoción y espiritualidad.
Esta imagen y su advocación de la Luz desde el siglo XVIII, es heredera de aquella Virgen del Puente o de la Puente que iniciase su recorrido mariano desde la llegada de las tropas cristianas y que después tuviese ermita a su dedicación. Al lado, la portada del convento de los Antoneros y en un mismo edificio, ahora la solemne iglesia, maravillosa en su hechura y en su portada, de una iglesia que es el orgullo de muchos conquense.
En este marco incomparable que es la iglesia de la Virgen de la Luz, ubicada en ese pintoresco y querido Barrio de San Antón, donde tantos avatares se han vivido; allí, entre su interior de detalles rococós y su portada exterior plateresca, donde la mano de Aldehuela siempre quedase sellada, se juntaron las tres imágenes en la mañana de este sábado.
Una joya inigualable, la Señora de Cañete y dos Grandes de la ciudad: la Virgen de las Angustias y la Virgen de la Luz, conformaron un triángulo sempiterno para el tiempo por la historia que llevan escribiendo y la que acaban de empezar a escribir ahora.
La salida, increíblemente silenciosa, ante el numeroso público que empezó a abarrotar el puente de piedra sobre el río, imbricarse en el barrio de la Trinidad, con su jardincillo, su puente sobre las aguas del Huécar y su ascenso por Palafox hacia arriba.
Todos aplaudieron ese paso, encabezando el cortejo señorial, la de la Zarza, a un paso medido y bien aprendido, con la orgullosa presencia de sus banceros, entre mujeres y hombres, seguros de lo que portaban y hacia donde iban. Sin más música que el sonido de las horquillas y caminando hacia el Cielo de esa plaza mayor que los recibiría hacia las doce del mediodía. La catedral, ese Museo vivo de la Historia pasada y presente, abría sus puertas para albergar a quien cambiaba por un día, su pequeña y acogedora ermita al lado del río Tinte, con la nave lateral derecha de una catedral solemne en arte y espiritualidad. Bajo, las vidrieras de Gustavo Torner donde se colocaba la de la Zarza y a su lado, la de las Angustias y la de la Luz.
Luego, bajaría hacia el punto de encuentro, hacia el lugar de partida, y allí saludaría también a la Virgen de Riánsares, otra Señora de pueblo que también –aunque solamente por la tarde- quiso ofrecer su vasallaje a la que homenaje recibía.
Hay un antes y un después. Los cañeteros y cañeteras que aquí estuvieron nunca lo olvidarán y su Cofradía, con Presidente y Junta directiva al frente; su ayuntamiento y sus animosos vecinos dieron el “do de pecho” para orgullosear su nombre porque bien lo merece. Luego, el domingo, los más mayores de la villa de Cañete escucharan unos mayos de la Rondalla y volverán a ver a su imagen, que ha llegado sana y salva, con el oloroso sentir de sus flores y con el orgullo de haber saludado a las dos Grandes Vírgenes de Cuenca, para regresar a su pueblo, a su lugar de que la hizo suya.
Por Miguel Romero Saiz. Mayo 2025