Praga se respira , no solo se visita:. No solo se fotografía: se recuerda siempre.
Y mucho menos podría resumirse. Praga se desliza en la mente como una música lenta que crece, como un perfume de otro tiempo que no se desvanece, como un escalofrío dulce que empieza en la nuca y se instala en el pecho.
Mis viajes a la capital checa —no siempre fueron meramente turísticos— terminaron por transformarse en rituales íntimos de contemplación. Cada regreso fue una cita con el misterio, una reafirmación de que hay ciudades que no pertenecen del todo al mapa ni a la historia: Praga es una de ellas.
La primera vez que crucé el puente de Carlos, creí que caminaba dentro de una fábula escrita en piedra. La neblina matinal difuminaba las esculturas como si fuesen apariciones, custodios silenciosos de un pasado que no se dejaba tocar, pero sí imaginar. Desde allí, a lo lejos, se alzaba el perfil del Castillo de Praga, esa acrópolis gótica encaramada en lo alto de la ciudad, donde la historia europea parece haberse detenido a pensar, a recordarse…
Pero no fue el castillo lo que me dejó sin habla. Ni siquiera la sublime Catedral de San Vito, donde la luz filtra los vitrales como si quisiera arrodillarse. Ni siquiera los quioscos de cerveza y salchichas de su Plaza Mayor, tan bulliciosos. Fue algo mucho más íntimo, mucho más inesperado, mucho más pequeño: una calle. Una calle corta, angosta y silenciosa. La Callejuela del Oro.
Allí, donde la ciudad se hace susurro y el tiempo se repliega, pasé horas —literalmente horas— quieto, pasmado, como si hubiese olvidado qué hacer con las piernas. No era tanto esa arquitectura tan pintoresca, ni las casitas que parecen hechas para cuentos infantiles, con sus techos bajos y sus colores caprichosos. Era otra cosa. Una vibración. Una sensación de estar dentro de un relato inacabado.
En esa calle vivió, por un breve tiempo, Franz Kafka., o quizá solo sea un invento de guías turisticos. No sé si fue el hecho de saberlo lo que me trastocó o si, más bien, fue el espíritu de su escritura lo que impregnaba cada rincón. Porque allí, bajo ese cielo incierto, uno podía sentir que algo no encajaba del todo. Que las sombras no eran exactamente sombras. Que los relojes avanzaban con otra lógica. La Callejuela del Oro es uno de esos lugares donde la geometría cede ante el encantamiento.
Recuerdo una casita celeste —la número 22, creo— con una puerta diminuta y una ventana desde la que uno imagina al joven Kafka encorvado, arañando palabras al papel mientras el frío de Bohemia le acariciaba las ideas. Fue allí donde, según cuentan, escribió algunos textos breves, probablemente con esa intensidad febril y onírica que tanto lo define. No importa si es verdad o no: lo importante es que allí se siente verdad.
La callejuela, pese a ser breve, parece infinita. Sus dimensiones, diseñadas en el siglo XVI para albergar a los guardias del castillo y luego a orfebres —de ahí su nombre—, desafían cualquier pretensión moderna de espacio. Hay algo humilde y solemne en su estrechez, como si caminar por ella implicara un acto de renuncia a la prisa, al ruido, a la distracción. Uno debe encogerse para entrar, y quizá eso mismo sea lo que la vuelve sagrada.
Fuera de la Callejuela, Praga continúa con sus embrujos. Me viene a la mente el Reloj Astronómico de la Plaza de la Ciudad Vieja, ese artefacto delirante que mezcla tiempo, zodiaco y mitología en una coreografía medieval. Recuerdo haberme plantado entre los turistas que esperaban cada hora en punto para ver a los Apóstoles desfilar. Pero a mí me interesaba más el silencio entre cada espectáculo. Esos minutos donde el reloj parecía observarnos a todos, como si supiera que era más sabio que nosotros.
Caminar por Malá Strana, con sus empedrados que castigan las suelas y su arquitectura que abruma con elegancia, es como internarse en un decorado barroco donde alguien olvidó cortar el telón. Allí descubrí, entre jardines y callejones, el Muro de John Lennon, un testimonio vivo de que hasta en la ciudad más antigua puede germinar la rebeldía juvenil. Grafitis, frases de amor, firmas superpuestas: un desorden hermoso, casi blasfemo en una ciudad tan ordenada en su desorden.
Y cómo no hablar de la Biblioteca del Clementinum, uno de esos lugares donde el alma se quita el sombrero. En sus estanterías infinitas, en sus globos celestes y sus frescos que desafían la gravedad, uno entiende por qué el saber puede parecerse tanto a la religión. Es un templo sin rezos pero con ecos, donde cada libro parece susurrar su presencia.
Sin embargo, y pese a todas estas joyas, mi recuerdo más nítido sigue siendo esa calle minúscula donde Kafka vivió sin saber que, un siglo después, alguien se quedaría inmóvil horas ante su puerta. Porque en la Callejuela del Oro entendí que la verdadera literatura no se lee: se huele, se pisa, se respira. Y que hay lugares donde las palabras nacen sin tinta, donde los relatos se componen de piedra y musgo.
El Moldava, ese río que parte Praga como una vena que no sangra, me regaló muchos atardeceres. Lo crucé por todos sus puentes, pero siempre volvía al de Carlos, como quien vuelve a una promesa. Desde allí, mirando las aguas lentas, comprendí que Praga no es una ciudad que uno visita para entenderla, sino para dejarse cambiar.
Volví varias veces. Siempre con la sospecha de que la ciudad habría mutado, de que esa magia no podría repetirse. Pero cada vez que puse pie en sus plazas, o que recorrí la colina de Petřín en su funicular perezoso, o que probé una sopa caliente en invierno en una taberna iluminada con lámparas de gas, supe que estaba equivocado. Praga no cambia: cambia a quien la mira.
Y no lo hace de golpe. Lo hace lentamente. Como el lenguaje de Kafka. Como los relojes sin manecillas. Como los cuentos que uno no se atreve a contar, porque sospecha que no le creerán.
Hoy, cuando alguien me pregunta por qué regresé tantas veces, por qué sigo hablando de Praga como si fuese una herida dulce, respondo con una frase simple: porque allí entendí que el asombro no se agota. Que hay calles que no se recorren con los pies, sino con la memoria. Y que detenerse una tarde entera frente a una casita azul, mientras el mundo sigue girando, puede ser una de las formas más puras de felicidad.
Porque en la Callejuela del Oro, como en todo lo que importa, el tiempo no se mide en horas, sino en pasmo.
Y, volveré si Dios y la naturaleza me lo permiten ¡Claro que si!
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.