Hubo un tiempo en que me consideraba una persona al día con la tecnología.
Fui de los primeros en tener un teléfono con pantalla táctil, entendía los memes cuando aún estaban frescos y podía mantener una conversación sobre cualquier red social sin parecer un abuelo perdido en la sobremesa de Navidad.
Pero de repente, sin previo aviso, me he quedado obsoleto. Más bien anacrónico.

No ha sido gradual. No ha sido suave. Ha sido un golpe seco, como cuando intentas abrir una app y descubres que tu sistema operativo ya no la soporta.
Así me siento yo: un ser humano con la versión incorrecta del firmware.
Mi declive empezó con TikTok (que apenas manejo). No con la aplicación en sí, sino con la forma en que los demás la usaban.
Creía que entender su algoritmo y conocer algunos creadores famosos me mantenía dentro del juego, pero un día alguien mencionó “rizz” y “gyatt” en una conversación casual y supe que mi época había terminado.
Intenté hacerme el interesante y asentí como si entendiera, pero mis ojos debieron delatarme.
A partir de ahí, la caída fue rápida.
Un día entré a Instagram (que tampoco manejo en absoluto) y descubrí que ahora todo eran reels de gente bailando con letras flotantes, explicando cosas.
Quise postear un estado en Facebook y me di cuenta de que nadie lo haría en 2025 sin parecer un tío preguntando si alguien sabe qué pasó con Messenger.
Probé a escribir “XD” en un chat y fui mirado como si hubiera dicho “guay del Paraguay” con total seriedad.
En algún momento, la juventud decidió que el español necesitaba actualizaciones más frecuentes que el software de un Tesla. Si en mi adolescencia bastaba con decir “qué fuerte” o “qué heavy”para reaccionar a cualquier cosa, ahora existen expresiones que no entiendo, pronunciadas con una entonación que me hace sentir que estoy intentando descifrar un dialecto antiguo descendiente de los jeroglíficos de la Piedra Roseta..
—Tío, ese video es un “qué locura, no sé qué”.
—¿Perdón?
—Qué locura, no sé qué, ya sabes.
No, no sé. Pero asentí, por si acaso.
La otra vez escuché a alguien decir “No lo supero” con la misma solemnidad con la que mi abuela Ángeles decía “Dios mío, qué desgracia, siete años de mala suerte (era muy supersticiosa, como buena cordobesa de Fuenteovejuna)” cuando se rompía un plato.
Alguien mencionó «chile» en un contexto que no tenía nada que ver con la gastronomía. Y no me hagan empezar con los emojis. ¿Cuándo la calavera dejó de significar muerte y pasó a significar risa? ¿Por qué el emoji de la risa ahora es boomer?
¿Quién decide estas cosas?
La tecnología conspira contra mí, es evidente. Si el lenguaje ya era difícil, la tecnología se encargó de rematarme. Cuando pensé que había dominado el sistema de pagos móviles, llegaron las criptomonedas. Cuando aprendí a usar Google Drive, la gente empezó a enviarme enlaces de Notion con un aire de superioridad que me dejó claro que ya era tarde para ponerme al día.
Los códigos QR aparecieron como una broma en los años 2000, pero en algún momento pasaron a ser imprescindibles para todo. La otra vez intenté pagar en un sitio donde el menú solo estaba en un QR y me di cuenta de que mi cámara no lo escaneaba bien. La camarera me miró con compasión, como si viera a un anciano intentar escribir en una máquina de escribir invisible. Y no le dije nada, por no molestar.
Antes podía comprar un móvil y usarlo hasta que la batería muriera por completo. Ahora, cada dos años, mi teléfono se siente más lento que un Windows 98 intentando abrir YouTube.
El otro día intenté conectar mis auriculares con cable y alguien me miró como si hubiera traído un gramófono a una fiesta. La misma reacción obtuve cuando saqué mi cartera para pagar en efectivo. Parece que hoy en día todo el mundo paga con el móvil o con relojes inteligentes, mientras yo sigo creyendo que un billete de 20 euros es la mejor opción para cualquier imprevisto.
En Twitter (perdón, X, aunque para mí siempre será Twitter), la gente ahora escribe «ratio» cuando alguien recibe muchas respuestas negativas, y al parecer hay una jerarquía de respuestas que determina si eres popular o un pringado mindundi.
Mientras tanto, Instagram dejó de ser la app donde subías fotos de tus vacaciones y pasó a ser un catálogo de influencers vendiendo cosas que no necesito.
Facebook, en cambio, se ha convertido en un asilo digital donde las mamá comparten imágenes con mensajes como “Feliz martes, bendiciones”.
Me aferré a WhatsApp como mi último bastión de comunicación normal, hasta que alguien me envió un audio de tres minutos y supe que ni aquí estaba a salvo.
Recuerdo cuando podía identificar todas las canciones de moda con solo escuchar los primeros acordes. Ahora, cada vez que alguien pone una playlist actual, me encuentro en una de estas situaciones:
- No conozco ninguna canción.
- Conozco una, pero en realidad es un remix de un tema de los 2000 que me hace sentir como una antigualla.
- Todas las canciones me suenan iguales.
Las películas y series no son mejores. En un intento por parecer moderno, intenté ver un anime (a mi nieta Carla le encanta) que me recomendaron, pero terminé necesitando subtítulos en español para entender lo que decían los propios personajes en español.
A estas alturas, he aceptado mi destino. Soy un obsoleto funcional.
No estoy completamente desconectado, pero tampoco estoy al día.
Vivo en una especie de limbo digital, como un Windows XP en modo de compatibilidad.
Podría hacer un esfuerzo por actualizarme, pero sé que nunca estaré al nivel de quienes han crecido con todo esto.
Así que me limito a asentir cuando alguien habla de la última tendencia, finjo que entiendo los memes que me envían y sigo escribiendo mensajes completos con puntuación, aunque eso me haga ver como un señor de oficina de los 80.
Al final, tal vez la verdadera clave de la modernidad sea aceptar que, en algún momento, todos quedaremos obsoletos.
Algunos antes, otros después.
Y a mí me ha tocado ahora.
¡Bien está reconocerlo! Digo yo…
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.