Aquel lunes de abril parecía otro más en la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona, hasta que el Prof. Serrano, mi maestro, mentor y referencia científica, irrumpió en el seminario con una sonrisa que no le conocíamos. Hombre de gestos mesurados y tono siempre prudente, su repentino entusiasmo solo podía significar una cosa importante. Y lo era.

Acababa de aceptar la cátedra de Farmacología clínica en la Universidad de Harvard, una distinción que sellaba una carrera marcada por el rigor, el descubrimiento y descripción – con nuestra ayuda – de la beta- endorfina, por el que sería propuesto poco después al Premio Nobel. Pero, claro, era joven y era español, o sea, pocas posibilidades.
Aquella misma mañana me comunicó, a bocajarro, que contaba conmigo como miembro de su equipo. Aún recuerdo sus palabras: “Harvard no es una recompensa, Breijo, es otra trinchera. Y allí te necesito”.
Era un tren que no me podía permitir el lujo perder. Y no. No lo perdí. Lola no quiso, y eso que fue el premio extraordinario de mi promoción. Llegamos a un acuerdo. ¡Cómo no!
Serrano aceptó el cargo sin abandonar del todo su cátedra en Barcelona —Harvard también sabe compartir el talento— y comenzamos los preparativos para el viaje. Fuimos por separado. Mi destino inmediato sería Hartford, Connecticut, donde aterricé para establecer mi primera base operativa en EE. UU. antes de moverme a Cambridge.
Cuando bajé en el aeropuerto de Bradley, el calor húmedo del verano del noreste estadounidense me recibió como un bofetón exótico y desagradable. Esperaba una ciudad gris y burocrática, pero Hartford me desarmó. La luz se filtraba entre robles monumentales, las calles parecían sacadas de una novela de Edith Wharton y cada esquina ofrecía un cruce entre lo histórico y lo íntimamente moderno.
El centro de la ciudad gira alrededor del imponente edificio del Capitolio del Estado de Connecticut, de estilo neogótico y rematado por una cúpula dorada que reluce como si alguien la hubiera bruñido cada mañana desde 1878. Sus estatuas de mármol blanco, sus torres ornamentadas y sus jardines son un canto a la elegancia institucional anglosajona. A pocos pasos, la Old State House mantiene la solemnidad georgiana de finales del siglo XVIII, con su pórtico de columnas dóricas y su reloj de torre desafiante. Pero Hartford no es solo piedra y solemnidad. La ciudad esconde tesoros más íntimos, como el Bushnell Park, un oasis de verdor que rodea al Capitolio y está preñado de ardillas.
Allí pasean los jubilados con sombreros de paja, los jóvenes en monopatín, los músicos callejeros con violines afinados y algunos cantores callejeros. Es un espacio vivo y armonioso, donde el arte convive con la rutina.
Después, Pratt Street, una de las calles más aristocráticas del centro. Peatonal, adoquinada y coqueta, alberga librerías de viejo, pequeñas galerías, cafeterías con jazz en directo, y boutiques de esas que venden desde vinilos a lámparas andinas. Más que una calle, parece una cápsula del tiempo de lo que debió ser la Hartford de los años 40. En la esquina de Main Street con Asylum Street uno casi espera que aparezca Bogart pidiéndote un cigarrillo sin boquilla.
Mi compaña, con esa ironía que nunca enseñó en clase, insistió en visitar la Mark Twain House, que no es solo una casa museo: es un templo de la literatura americana. Pasear por las habitaciones donde Twain escribió Las aventuras de Huckleberry Finn, ver su mesa, su lámpara, su silla de terciopelo marrón, fue un acto de reverencia.
Y como los monumentos también se saborean, hicimos ruta por las tascas de Hartford. El primero fue The 196 Club, escondido tras una puerta anónima. Dentro, ambiente clandestino, ceniceros a tope, luz tenue y cócteles que parecían fórmulas alquímicas. Allí brindamos por la nueva etapa, mientras hablábamos de beta endorfinas y de cómo la ciencia y el bourbon no son enemigos si se saben dosificar.
En Black-Eyed Sally’s, templo del blues, el jazz y la cocina cajún, descubrí el poder terapéutico de una costilla de cordero bien ahumada acompañada de música en vivo. El local estaba atestado, pero nos hicimos un hueco junto a la barra, donde un bartender nos recomendó una stout local con un dejo de chocolate. La mezcla de culturas, de acentos, de edades, de músicas, me hizo pensar que Hartford era mucho más que una ciudad administrativa: era un cruce de caminos humanos.
La exploración continuó en City Steam Brewery, donde fermentan cervezas como quien compone country. Fue una escena gloriosa, donde la espuma y la erudición convivían sin aspavientos.
El Wadsworth Atheneum Museum of Art nos recibió con su colección imponente: Caravaggio, Dalí, O’Keeffe. Hartford también sabe de belleza no práctica, de emociones crudas colgadas en las paredes.
Y luego, como antídoto, nos fuimos al Half Door, un pub irlandés que mezcla la madera oscura con el olor de la cebada. Pedí una pale ale. Y yo, que no suelo beber, ya me notaba la cabeza un poco a la birulé; un poco. Al día siguiente me levanté con una resaca que, mejor no describir.
Pasé también por el Connecticut Science Center, un delirio de arquitectura futurista y exposiciones interactivas.
No fue un aterrizaje; fue una epifanía. Hartford me ofreció el primer escenario americano de una obra vital que apenas comenzaba. Bajo el paraguas protector del Prof. Serrano, con el eco de su descubrimiento de la beta endorfina – escribir que, modestamente, un servidor también describió y sintetizo la Beta1- endorfina, pero era muy joven, era español y con ínfimas posibilidades del Nobel (aunque, me consta) que estuve en las cuentas de Suecia – resonando en cada presentación, cada seminario y cada brindis, yo daba mis primeros pasos en el laboratorio más exigente del mundo desde una ciudad que combinaba la dignidad de la historia con la sorpresa de lo íntimo. Y todavía quedaba…¡Boston! Y mi integración al “Conmemorativo” para pasar después al East Boston Hospital.
Hoy, cuando regreso mentalmente a aquellos días, no puedo separar al maestro de la ciudad, ni al aprendizaje del asombro. Harvard vendría después. Hartford fue el primer hogar de esta aventura.
Y eso es lo que queda de mis recuerdos el primer día en Norteamérica: El asqueroso resacón me dejo amnesia retrograda total sin visos de mejoría.
¡Qué le voy a hacer, si yo también vengo de zona mediterránea!
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.