España, esa nación a la que no le basta con discutir sobre fútbol, impuestos o la calefacción, tiene que discutir sobre los muertos. Pero no sobre cualquier muerto, no. Los muertos recientes, los de anteayer, como aquel quien dice. Porque en este país, sacar a los muertos del armario es el pasatiempo favorito de los vivos (dependiendo de qué ideología de los vivos, claro). Más aún si los muertos tuvieran bigote, uniforme, y una silla de mando en el siglo pasado.
Hay una fiebre nacional por borrar todo rastro de un tiempo incómodo, como si la historia fuera una mancha en la camisa que se quita con lejía y buena voluntad. No se trata de entender el pasado, ni siquiera de aprender de él. No. Se trata de eliminarlo, de pulverizarlo, de convertirlo en un rumor incómodo que nadie mencione antes de las nueve de la noche. Franco, esa sombra que ya no proyecta sombra, se ha transformado en el fantasma más perseguido de medio país. Da igual que lleve más años bajo tierra que cualquiera de los que hoy exigen su desaparición simbólica: sigue siendo, paradójicamente, el personaje más actual de España.
Pero sí, todo el mundo habla de Franco, incluso los que juran no hablar de él. Es un tabú rentable. Se puede ganar una elección o una tertulia invocándolo con exaltación, pavor o desprecio. Es el comodín perfecto: el culpable de todo y la excusa de todos. Si alguien huele a pasado, a conservadurismo, o simplemente a polvo, enseguida alguien grita “¡franquista!”, y se acabó el debate. Es la palabra mágica que clausura toda conversación con la eficacia de un sello notarial.

Mientras tanto, hay gente que no cabe en su indignación, porque se han descubierto estatuas, placas, nombres de calles, incluso iglesias que conservan algún vestigio “de aquella época”, y eso, al parecer, es intolerable en la España moderna. A pesar de que esa —maldita o no— etapa, no deja de ser “HISTORIA DE ESPAÑA”. No negarla, no enterrarla.
Ya no se puede mirar un busto de bronce sin sentir que uno participa, por omisión, en una conspiración fascista. Los ayuntamientos retiran símbolos con el mismo fervor con que antes los levantaban, demostrando así que lo que de verdad perdura en este país no es la ideología, sino el espectáculo.
Hay algo enternecedor en este país arqueológico donde el pasado se trata como un virus contagioso. Se desentierran huesos, se cambian nombres, se reescriben manuales. Pero en medio de tanta pasión historiográfica, nadie parece preguntarse si eso tiene algo que ver con la dignidad de los muertos, o con el rebaño de vivos que se sienten moralmente mejores por haberlos manipulado. Dicen que todo esto es por justicia histórica, pero huele más a autoayuda nacional: “te sentirás mejor contigo mismo si consigues borrar esa calle”.
Se habla de dignidad. Siempre la dignidad. Como si los muertos estuvieran esperando el gesto heroico de un ministro para empezar a descansar en paz. Claro, uno podría pensar que la dignidad no se concede, porque ya se tiene; y que todos aquellos que murieron, del bando que fuera, ya la poseen por el mero hecho de haber muerto defendiendo lo que consideraban justo. Pero eso sería demasiado sensato, y en España la sensatez está considerada patrimonio intangible y, por tanto, impracticable.
Si de verdad la cosa fuera de dignidad, estaríamos ahora organizando gigantescas expediciones arqueológicas para localizar los restos de las tropas del Cid, que también merecen un entierro digno, ¿no? ¿O es que su causa ya caducó por falta de tema de tendencia y moda?
Sería hermoso ver a las excavadoras entrando en Vivar del Cid, con banderas multicolores ondeando y la ministra, asegurando que, por fin, los guerreros medievales podrán reposar de acuerdo con los valores contemporáneos. Si supieran lo que es eso del “inclusivo”, los pobres, se volverían a levantar para conquistar sus tumbas.
Pero no, la dignidad tiene fronteras cronológicas. A los muertos antiguos se les respeta; los intermedios, se les sospecha, y los recientes, se les juzga otra vez, pero con periódicos en lugar de tribunales. Aquí nadie desea entender; todos desean condenar o absolver, según el signo del viento. Y así vamos, excavando trincheras nuevas en nombre de la memoria, porque nada une tanto a los españoles como una buena guerra civil, aunque sea simbólica.
Resulta fascinante ver cómo un país entero parece dedicar más energía a desmontar placas y estatuas que a levantar ideas. Se retiran nombres de escuelas, se cambian topónimos, se borran inscripciones en los pueblos más remotos. Hasta las cabras monteses deben estar confundidas con tanta modernización. Pero, por supuesto, el pasado se defiende mejor atacándolo. Cuantos menos restos haya, más pura será la conciencia nacional. La memoria, en este sentido, funciona al revés: recordar consiste en eliminar lo que se recuerda. Aunque también formen parte de la Historia de España.
Y, sin embargo, Franco sigue ahí. Sin necesidad de estatuas, sin calles, sin mausoleo. Ha logrado lo que ningún político vivo: una omnipresencia incorruptible. Nadie lo defiende abiertamente, pero todos lo usan. Es el muerto más útil de Europa. Y todo porque los vivos no soportan admitir que lo que fue, fue. Que la historia no pide permiso para existir. Que no pueda construirse una identidad sobre una excavadora.
Claro que todo esto tiene su punto de comedia. Porque hay algo profundamente ibérico en esta obsesión de pelear con los difuntos. Es un gesto teatral, casi litúrgico. Un país tan amigo del ritual no iba a dejar tranquila ni la muerte. Nos gusta dramatizar, incluso, el pasado. Mientras otros pueblos hacen museos, nosotros hacemos juicios póstumos; mientras Alemania estudia a sus demonios en silencio, España los pasea por televisión en horario de máxima audiencia. Así convertimos el trauma en entretenimiento, el duelo en propaganda y la historia en un espectáculo revisionista con guion de guionista mediocre.
Pero, en fin, cada país tiene la locura que puede costearse. Y España, en este siglo XXI, prefiere gastar en monumentos inéditos: los del olvido selectivo. La consigna parece clara: no dejemos ni una sombra de lo que nos recuerde que un día fuimos contradictorios, violentos, complejos, humanos. Ese detalle —la humanidad— es precisamente lo que molesta.
A veces pienso que si hubiéramos aplicado el mismo criterio a toda nuestra historia, ya no quedaría España. ¿Qué habría sido de los Reyes Católicos, que expulsaron a los judíos? ¿O de Felipe II, que envió armadas enteras al desastre? ¿O del mismísimo Cid, que guerreaba cuando le convenía el oro del enemigo? Pues sencillamente que no tendríamos historia que contar.
Si la moral actual decidiera qué merece recordarse, no quedaría piedra sobre piedra. Y quizá eso les encantaría a muchos: un país limpio, nuevo, aséptico, sin pasado, sin ruido, sin culpa. Pero también sin alma.
Los muertos, a fin de cuentas, tienen más paciencia que nosotros. No protestan cuando los cambian de sitio, ni cuando los usan para debates de sobremesa. Callan, y ese silencio es probablemente más sabio que todo nuestro griterío. Ellos ya no necesitan que nadie los redima: están más allá de nuestras mezquindades. Somos los vivos los que seguimos desesperados por tener razón, incluso en aquello que sucedió hace casi un siglo.
Si España tuviera un poco de sentido del humor y de – algo que no se acaba de entender – sensatez, entendería que el pasado no se borra: se integra. Que es mejor estudiarlo que dinamitarlo. Que cambiar el nombre de una calle no cambia la historia, pero sí delata una curiosa inseguridad moral. Porque quien necesita borrar algo, en realidad teme conocerse demasiado.
Mientras tanto, los telediarios informan cada semana de un nuevo gesto de redención: aquí una estatua retirada, allá un símbolo raspado, más allá un nuevo decreto para revisar los nombres de los colegios públicos. Todo en nombre de la memoria, paradójicamente. A este ritmo, en el próximo siglo, quizá ya nadie recuerde por qué se empezó esta cruzada. Solo quedará la costumbre de borrar.
Así que sí, sigamos con las palas, con las máquinas, con la épica del desenterrador justiciero. Enterremos a Franco por enésima vez, reinventemos el mapa, redibujemos la Historia. Y cuando terminemos, si aún queda un poco de cordura, organicemos una gran fiesta de reconciliación nacional. Algo alegre, con vermú, tortilla y orquesta. Que vengan todos: de izquierdas, de derechas, de ultratodo.
Y al final, cuando el maestro de ceremonias levante su copa para brindar por “la España moderna y sin pasado”, que alguien, discretamente, apague la luz. No por respeto a los muertos, sino por si acaso alguno se anima a levantarse otra vez, a recordarnos —con su educación y su calavera— que los vivos seguimos sin aprender nada.
Pero tranquilos: bastará con formar una comisión para decidir si ese gesto fue fascista, progresista o simplemente malinterpretado.
España, al fin y al cabo, siempre sabrá dónde cavar.
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

