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Las comparaciones odiosas. El silencio sobre el Sáhara Occidental

Por Liberal de Castilla
domingo, 2 de noviembre de 2025
en Opinión
Tiempo de lectura: 5 minutos
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En el terreno de la política internacional, las comparaciones siempre son odiosas. Sin embargo, resultan inevitables cuando la historia se repite con actores distintos y consecuencias parecidas. En estos últimos años, el mundo entero ha vuelto la mirada hacia Gaza, conmocionado por una violencia descarnada y un conflicto que, más allá de las ideologías, ha dejado un saldo insoportable de sufrimiento humano. Pero mientras los titulares se multiplican, los países se pronuncian y las calles del planeta se llenan de manifestantes en solidaridad con el pueblo palestino, el eco del Sáhara Occidental continúa sumido en una penumbra mediática que roza lo vergonzoso.

No se trata de restar importancia al drama palestino, sino de preguntarnos por qué unas causas consiguen encender la conciencia global mientras otras son relegadas a un segundo plano. ¿Qué hace que un pueblo ocupando las portadas y los informativos sea considerado símbolo universal de resistencia, mientras otro, con una situación semejante, permanece sepultado en el olvido?

Francisco R. Breijo Marquez

El pueblo saharaui lleva casi medio siglo esperando un referéndum prometido, reconocido por la propia ONU, pero nunca realizado. Desde 1975, tras la salida española del territorio y la ocupación marroquí, la población autóctona ha vivido entre el exilio en los campamentos de Tinduf, la represión en los territorios ocupados y el limbo diplomático de un conflicto congelado. Las resoluciones internacionales —más de una docena— reclaman la autodeterminación; los informes de derechos humanos denuncian abusos sistemáticos; los gobiernos pronuncian discursos ambiguos y se escudan en términos diplomáticos cuidadosamente calculados. Pero el resultado es siempre el mismo: la parálisis.

Mientras tanto, Gaza ha logrado concentrar la atención mundial. El horror de los bombardeos, las imágenes desgarradoras y la crudeza del bloqueo han generado un torrente de indignación que ha traspasado fronteras, religiones y banderas. El caso palestino se ha convertido en un paradigma emocional y político: el espejo en el que Occidente mide su conciencia moral frente a la ocupación y la desproporción militar. El problema surge cuando esa empatía no se extiende con la misma fuerza hacia otros pueblos que padecen situaciones equivalentes. La justicia no debería medirse con una vara distinta según el contexto geopolítico o los intereses de las potencias implicadas.

El pueblo saharaui es tan digno como el pueblo palestino de compasión, respeto y autodeterminación. Sus hijos nacen y mueren en campos de refugiados que, con el paso de las décadas, se parecen más a ciudades permanentes que a refugios temporales. En las calles arenosas de Smara, Dajla o El Aaiún, los jóvenes crecen sin haber conocido una patria reconocida. Las promesas de apoyo internacional se han ido diluyendo en un atlas de intereses estratégicos: el control del Magreb, la cooperación antiterrorista, los acuerdos pesqueros y energéticos, la influencia francesa o estadounidense en la región. Cada pieza tiene su peso, y en ese tablero los derechos humanos se convierten en simple retórica diplomática.

La ONU, durante décadas, ha mantenido una misión —la MINURSO— con el mandato de organizar un referéndum que nunca llega. La causa oficial son las divergencias sobre el censo electoral, pero la verdadera razón es más profunda: la ausencia de voluntad política para enfrentarse a Marruecos, aliado clave de Occidente en cuestiones migratorias y de seguridad. Así, el derecho internacional se convierte en papel mojado, y las resoluciones son meros recordatorios de una moral que el poder ignora cuando le conviene.

Los medios de comunicación, por su parte, juegan un papel decisivo en esta asimetría. El conflicto saharaui carece de imágenes espectaculares, de explosiones diarias o de una narrativa polarizada que genere titulares. La rutina del olvido no vende. En cambio, Gaza encarna un drama inmediato y gráfico: destrucción visible, cifras escalofriantes, discursos de líderes enfrentados, movimientos de masas. El Sáhara, en cambio, representa un conflicto enquistado, sin cámaras ni corresponsales permanentes, sin celebridades que adopten su causa. La lógica mediática necesita urgencia, y el sufrimiento prolongado parece no bastar.

Pero el silencio también puede ser una forma de complicidad. Cada día que se posterga el referéndum, cada año que los jóvenes saharauis envejecen en el exilio, cada declaración tibia que sustituye al compromiso firme, refuerza la idea de que hay pueblos de primera y de segunda. Es un mensaje implícito pero devastador: el dolor no vale lo mismo según la geografía.

Las comparaciones, insistamos, son odiosas, pero necesarias cuando se trata de exigir coherencia. Si el principio de autodeterminación es válido para unos, debe serlo para todos. Si el derecho internacional es invocado para condenar invasiones y ocupaciones, no puede quedar suspendido cuando el país ocupante es considerado estratégico o “aliado preferente”. El lenguaje de la diplomacia no debería transformar el abuso en “disputa territorial” ni la ocupación en “administración de facto”.

El caso saharaui es, además, una lectura incómoda para España. Antiguamente potencia administradora, el Estado español se retiró del territorio sin concluir el proceso de descolonización, delegando en Marruecos y Mauritania lo que debía resolverse en manos de los propios saharauis. Cincuenta años después, esa renuncia sigue pesando como un remordimiento inconfeso. España mantiene lazos culturales y afectivos con el pueblo saharaui, pero a nivel político se mueve entre la prudencia y la claudicación. Ni la firma de acuerdos económicos con Marruecos ni las declaraciones de buena vecindad han conseguido borrar la evidencia: existe una deuda histórica y moral que no ha sido saldada.

Hoy, los saharauis vuelven a empuñar las armas en una guerra de baja intensidad que rara vez ocupa titulares. El Frente Polisario no obtiene grandes victorias, pero tampoco desaparece. Su resistencia es silenciosa, prolongada, y su legitimidad se sostiene en la memoria de un pueblo que no ha renunciado a su derecho fundamental: decidir su propio destino.

Resulta paradójico que en una era hiperconectada, donde cada crisis se retransmite minuto a minuto, el conflicto del Sáhara Occidental permanezca prácticamente invisible. Una parte de esa responsabilidad recae en los ciudadanos. Hemos aprendido a indignarnos de forma selectiva, a consumir tragedias según las tendencias, a reaccionar ante la inmediatez y olvidar lo sostenido. La empatía global parece organizada como un calendario emocional donde unas causas se agotan para dar paso a otras.

Las comparaciones son odiosas, pero el silencio lo es aún más. No se pide elegir entre Gaza o el Sáhara, entre Palestina o el desierto. No se trata de competir por la atención del mundo. Se trata, simplemente, de restaurar la coherencia moral que da sentido a los principios universales. Si condenamos una ocupación por ser injusta, no podemos justificar otra por ser conveniente. Si proclamamos la defensa de los pueblos oprimidos, ha de ser sin excepciones.

Tal vez el día en que los informativos mencionen el Sáhara con la misma frecuencia con la que pronuncian Gaza, el derecho internacional empiece a recuperar credibilidad y la solidaridad vuelva a tener un significado completo. Hasta entonces, la indiferencia seguirá siendo el rostro más discreto, pero también el más letal, de la injusticia.

 

Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

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