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La sinfonía del 1 al 9: cómo aprendí a esperar un operario

Por Liberal de Castilla
jueves, 9 de octubre de 2025
en Opinión
Tiempo de lectura: 6 minutos
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francisco-r-breijo-marquez
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Las llamadas automáticas.Sí, todavía existen. Doy fe actual de hace cinco minuto. Esas sinfonías mecánicas que comienzan con una voz amable —pero sospechosamente monótona— que te entrega un menú interminable como si la vida fuera un buffet de opciones y tú hubieras olvidado traer cubiertos. “Si quiere tal, pulse 1; si quiere cuál, pulse 2; si quiere pascual, pulse 3…” y así hasta el 9, como si fuera una prueba de resistencia digital: ¿aguantarás hasta el nueve o te rendirás en el cinco, llorando por un operador humano que podría, hipotéticamente, resolver tu asunto en menos tiempo del que tardas en recordar el cumpleaños de tu compadre?

Empecemos por el primer placer sensorial de esta experiencia: la música de espera. No es que la música sea mala per se; es que ha sido diseñada por un comité de compositores anónimos cuyo trabajo consiste en crear armonías que calmen el alma y, simultáneamente, borren cualquier rastro de paciencia humana. Es una mezcla perfecta entre piano suave, sintetizador de aeropuerto y goteo de reloj de pared. Esa música te acompaña mientras sigues un mapa de números que parece escrito por un satanista de la atención al cliente: 1 = facturas, 2 = reclamaciones, 3 = cambios, 4 = información sobre productos, 5 = quejas, 6 = ¿quién sabe?, 7 = departamento de lo inalcanzable, 8 = departamento de lo inexistente, 9 = esperanza.

La voz robótica, generosa en alternativas, te hace sentir que tú controlas el proceso. “Pulse 1 si desea pago automático.” Lo pulsas. “Pulse 2 si desea hablar de cobros no reconocidos.” Pulsas 2. Un segundo de silencio expectante, seguido por un nuevo menú. “Si desea información sobre su contrato, pulse 1; si desea tramitar una baja, pulse 2; si desea presentar una queja formal, pulse 3…” Y así en bucle. Es como entrar a un laberinto donde cada giro te devuelve a la misma encrucijada decorada con la misma moqueta beige y las mismas plantas artificiales que nunca antes habías notado.

Francisco R. Breijo Marquez

Intentas pensar estratégicamente. ¿Y si presionas 0? La leyenda urbana del 0 como la tecla mágica que invoca a un ser humano ha sobrevivido a generaciones. Lo encuentras tachado por la experiencia: algunas veces funciona, la mayoría no, y en otras ocasiones produce un “no válido” que suena como una reprimenda. Presionas #, *, 9, 99, 999 por si acaso hay un patrón secreto. Nada. La máquina permanece impasible. En ocasiones, tras una secuencia heroica de botones, una nueva frase aparece como recompensa: “Su llamada va a ser atendida por el primer operario disponible. El tiempo de espera aproximado es de: 45 minutos.” La cifra parece calculada en otra dimensión temporal, donde 45 significa “posiblemente para después de la próxima factura”.

Y llega lo mejor: la promesa del operario. Esa frágil luz al final del túnel que brilla con la intensidad de un farolillo de cumpleaños apagado. “Espere, por favor, que le atenderá un operario.” ¡Oh, el operario! Ese ser mítico, casi mitológico, que supuestamente posee la capacidad de leer tu expediente en una sola mirada y solucionar lo que tú creías imposible de solucionar. La voz, como si entendiera nuestras esperanzas, añade: “No desespere; en breve será atendido.” “No desespere.” ¿Quién diseñó esa frase? ¿Un poeta de la desesperanza? Porque hay algo profundamente filosófico en pedirle a alguien que no desespere mientras lo ponen a 0 decibelios de progreso.

La espera es un ritual. Empiezas optimista: abres un libro, limpias la cocina, revisas tus correos. Cinco minutos. Te sientas. Diez minutos. Miras el reloj. Veinte. La música te conoce íntimamente ahora, que por cierto suele ser horrible. Has aprendido a silbar el riff principal. Empiezas a reflexionar sobre tu vida: ¿por qué no cambié de compañía hace años? ¿Quién fue el necio que inventó el contrato de permanencia? ¿Seré yo el protagonista de una nueva odisea moderna llamada “La espera eterna”? Al llegar a los 30 minutos, la gravedad de la situación se hace evidente: tus planes de la tarde han sido reescritos por un algoritmo. A los 45, has establecido una relación platónica con la voz que te promete esperanza. A la hora, empiezas a comprender cosas profundas sobre las causas de los agujeros negros.

Pero el sistema tampoco es cruel sin motivo. Hay momentos de verdadero entretenimiento. Por ejemplo, cuando decides poner la llamada en altavoz mientras haces otras tareas y, sin saberlo, te conviertes en la banda sonora accidental de alguna reunión Zoom familiar: tu tía escupiendo recetas, tu sobrino intentando enseñar trucos de skate y, de fondo, la cantinela automática pronunciando con protocolo militar: “Si desea información sobre su factura actual, pulse 1.” La familia gira la cabeza. Hay miradas que dicen: “¿Eso es lo que llamas pasatiempos ahora?”

A veces, si eres un estratega, encuentras combinaciones secretas. Un 2 seguido de 4, una pausa, luego 9 convulsivo: la máquina se confunde. Durante uno o dos gloriosos segundos, crees que has vencido al sistema. Aparece un mensaje diferente, tan escaso como una nota de un billete de lotería: “Su tiempo de espera estimado se ha actualizado: 12 minutos.” Celebras como si hubieras ganado. Luego la cifra asciende mágicamente a 72. La música suena más optimista. Y tú, con una paciencia que ya pertenece a otra era, te convences de que la próxima vez, todo será distinto.

La ironía suprema: muchas de estas compañías se jactan de su “excelente atención al cliente” en anuncios donde familias felices son atendidas en segundos por agentes sonrientes. La realidad es más parecida a una pieza cómica de teatro absurdo. ¿Dónde están esos agentes? ¿Trabajan en cuevas compartiendo sándwiches? ¿Realmente hay una sala llena de personas esperando que suene su teléfono para rescatar a las almas perdidas? O, peor aún, ¿son tan reales como los unicornios de los términos y condiciones?

Luego está la parte filosófica: la relación entre la eficiencia y la dignidad humana. Los menús infinitos te hacen sentir que tu tiempo no tiene valor. Si alguien pidiera un rescate por él, la factura sería devuelta por falta de datos. Cuando finalmente atiende un operario, a veces piensas que te has encontrado con un samurái moderno: paciente, disciplinado, capaz de mantener la calma ante preguntas repetidas mil veces. Otras, te topas con un alma exhausta que no conoce las respuestas y que te transfiere a otro árbol de opciones como si el mundo fuera una cadena de montaje de frustraciones.

Y la transferencia: ese tercer acto dramático donde te pasan de departamento en departamento, acompañado por un coro de “su llamada está siendo transferida” que suena como si alguien estuviera moviendo tus papeles de una mesa a otra sin mirarte. En ese proceso, aprendes un nuevo verbo: ser transferido, que en algunos diccionarios contemporáneos se define como “la acción de ser empujado suavemente a la espera por otra entidad igualmente perdida”. En algunas empresas, te transfieren hasta que te conviertes en una leyenda urbana: “Aquel que no llegó a una solución pero sí a un nuevo número de teléfono.”

¿Y el final feliz? Existe, aunque es raro como un eclipse total en verano. A veces, tras horas de interacción con el sistema, un operario te entiende, te atiende y resuelve lo que necesitas. La voz humana —no la archivada, no la automática— te pregunta con un “¿En qué puedo ayudarle?” que suena casi como una caricia. En ese preciso instante, la eternidad se condensa en un segundo y sientes una gratitud que roza la devoción. Prometes que la próxima vez harás todo bien: recordarás tu número de cliente, prepararás tu documento de identidad, beberás menos café antes de llamar. Y, sin embargo, sabes en el fondo que volverás a aquella música, a aquel 1-2-3-4-5-6-7-8-9 que resuena como una letanía moderna.

Para sobrevivir a esta experiencia hay técnicas. Puedes preparar un botín de paciencia: agua, bocadillo, batería adicional para el teléfono. También está la técnica del “pulsar 0 como último recurso”, la del “silencio prolongado para confundir al sistema” y la del “punto medio”, es decir, colgar y volver a llamar a ver si te toca otra voz menos filosófica. Algunas almas han desarrollado incluso códigos secretos, calendarios de llamadas y horarios en los que supuestamente la espera es menor (los mitos urbanos no mueren tan fácil).

Al final, la queja más grande no es solo que te hagan esperar, sino que nos han vendido la ilusión de que la automatización mejora la vida. En manos de ciertas empresas, la automatización ha aprendido a imitar la paciencia humana —y a explotarla sin miramientos. Nos adaptamos: aprendemos a “esperar con gracia”, a encontrar humor en la absurdidad, a componer historias épicas sobre llamadas que duran más que una telenovela completa. Nos reímos, porque reír es más barato que llorar y ocupa menos minutos en la música de espera.

Quizá la verdadera lección es simple y algo triste: en una era de respuestas al instante, el último privilegio que nadie quiere regalarte es el tiempo. Y las máquinas, con su bondad mecánica, nos recuerdan a diario que hoy en día, para obtener una respuesta humana, primero debes demostrar una virtud casi monástica: saber esperar. Así que la próxima vez que escuches ese menú interminable y la promesa de un operario que llegará “en breve”, respira profundo, toma asiento y deja que la banda sonora te acompañe. Nunca sabes, quizá el operario sea realmente un héroe disfrazado. O quizá, simplemente, te cuente otra historia que termine con un “pulse 9 para continuar”.

Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

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