Escribir sobre ello, me lo han puesto a huevo. Gaza, Cisjordania, Ucrania, Rusia, EE.UU…. ¡Y las que no salen en los telediarios!
El humano, parece no saber estarse quieto si no molesta al vecino follonero y le arma una zapatiesta – con respuesta newtoniana, claro: toda acción tiene su reacción – a base de piedras o huesos paleolíticos (véase “2001 una Odisea en el espacio”) o de misiles súper guiados por láseres, drones o su p*** madre. El caso es no estarse en concordia – no digamos ya amor – y paz.
En un mundo en el que la paz se exhibe como un lujo inalcanzable para unos pocos afortunados, la guerra se erige con pomposidad como el espectáculo favorito del siglo. ¿Quién no disfrutaría de un buen conflicto armado, cuidadosamente orquestado, con el telón de fondo de discursos grandilocuentes y estrategias dignas de una tragicomedia?
Bienvenidos a esta crónica irónica sobre la guerra, ese arte sublime en el que la ruina se viste de pomposa gala.

La guerra, en su forma más refinada, es esa práctica tan antigua como la humanidad que, en vez de resolver diferencias mediante el diálogo y la diplomacia, opta por el método más directo: la explosión de emociones (y de bombas, y de misiles, y de …).
Si bien algunos podrían llamar a esto barbarie, hay quienes lo ven como un “deporte nacional” en el que la estrategia, el sacrificio y el noble arte de negociar con cañones se conjugan en una danza macabra y tenebrosa.
En un rincón de este gran teatro, los generales se pavonean como directores de orquesta, dando órdenes que retumban en el campo de batalla. Con gestos amplios y miradas que buscan desesperadamente una justificación moral, estos artistas del conflicto pintan sobre el lienzo del sufrimiento humano sus ideales patrióticos, que parecen haber sido sacados de un manual de auto-ayuda militar.
¿Y qué decir de los soldados? Esos protagonistas anónimos, quienes, con una mezcla de resignación y un extraño sentido del humor, llevan la rutina diaria de sobrevivir a la lluvia de balas y a los discursos de aliento que más parecen leyendas urbanas o cuentos chinos de los de siempre. Algunos, protagonistas a la fuerza en pro de una sagrada patria, que ni reconocen, ni la sienten y les importa un comino los colores de la bandera que erigen (Levas, de toda la vida)
La ironía se vuelve aún más encantadora cuando recordamos que la guerra, ese “capricho” de naciones enteras, es a menudo presentada como la solución definitiva a problemas que, en circunstancias normales, se resolverían en una larga charla de sobremesa con uno carajillo.
Con la misma naturalidad con la que se convoca un torneo de fútbol, se convocan ejércitos y se planea el “gran juego” de la conquista. La democracia, la justicia y la libertad se disfrazan en retazos de honor y patriotismo, mientras el precio de la victoria se mide en vidas y catástrofes.
¿Acaso no es sublime la paradoja de luchar por un ideal que se arruina en el proceso de su propia exaltación?
En las redacciones y salas de prensa, la guerra se transforma en un relato digno de las mejores novelas de aventuras: héroes anónimos, villanos caricaturescos y momentos de tensión que se intercalan con la risa nerviosa de quien sabe que, tras cada victoria, la cuenta de los daños colaterales se convierte en un ejercicio de cálculo moral.
La prensa, ese ente incansable, retrata los conflictos con el lenguaje de lo inédito, como si cada explosión fuera la sinfonía que marcara el inicio de una nueva era.
Y así, entre titulares sensacionalistas y reportajes de “valentía”, el público se alimenta de una información que a veces raya en lo surrealista.
Es en este escenario donde la ironía cobra vida.
¿Cómo no mofarse al observar la supuesta “sabiduría” de los estrategas modernos, que planifican maniobras como si de un ajedrez se tratase? Cada movimiento es calculado, cada sacrificio justificado en nombre del bien mayor.
Sin embargo, la realidad es otra: la guerra es ese monstruo que, aunque diseñado con la más fina retórica, devora a sus propios creadores y a todo lo que toca.
La ironía reside en la dicotomía entre el discurso grandilocuente y la brutalidad del acto. Mientras en las conferencias de prensa se declaran lecciones de humanidad y libertad, en el campo de batalla se escriben capítulos de desolación que ni el mejor poeta podría engalanar sin temblar.
En el terreno internacional, la guerra se convierte en un espectáculo de relaciones públicas. Las naciones se lanzan saludos cordiales, intercambian palabras bonitas y, de pronto, deciden que es momento de resolver sus diferencias a punta de fusiles y misiles. Es como si los líderes mundiales se reunieran en una elegante fiesta, en la que cada brindis oculta la intención de volar la fiesta por los aires.
La diplomacia se disfraza de estrategia militar y la cultura del “nosotros contra ellos” se impone con una naturalidad casi coreografiada. El arte del conflicto se presenta, en su máxima expresión, como una tragicomedia en la que el humor negro es la única respuesta lógica.
El ciudadano común, ese espectador obligado de este circo de horrores, se ve inmerso en una especie de desinformación consentida. Entre titulares de “victorias decisivas” y fotos de héroes sin rostro, se esconde la triste verdad de que la guerra no es más que un negocio millonario.
Los contratos de armas, los acuerdos económicos y las manipulaciones mediáticas se entrelazan en una red tan intrincada que el precio de la paz se vuelve inalcanzable para quien desee vivir sin miedo. Y, sin embargo, el sarcasmo es que en cada conflicto se venden promesas de un mundo mejor, a pesar de que la realidad suele ser tan distinta como el agua y el aceite.
La tecnología, ese aliado infalible de la modernidad, no se queda atrás en esta comedia de errores. Los drones, los misiles guiados por inteligencia artificial y la vigilancia satelital se presentan como la solución definitiva para una guerra “limpia” y precisa.
Un insulto a la lógica, cuando la precisión en el campo de batalla se mide en fracciones de segundo y la vida humana se reduce a simples estadísticas. La ironía se intensifica cuando, en nombre del progreso, se desarrollan máquinas de destrucción masiva que, en un abrir y cerrar de ojos, pueden convertir ciudades enteras en polvo.
¿Será que la paz se ha convertido en algo tan anticuado que preferimos delegarla a la tecnología? Algunos pregonan que la guerra es “un mal necesario”, para que el globo terráqueo no sufra de superávit de población: al haber guerras, hay más muertes y el mundo vive mejor y con más espacio.
¡Qué tiene mandanga la cosa, oiga! Porque siempre pierden los mismos y no hereda más que miseria todo aquel que nace desheredado.
No debemos obviar la dimensión social y cultural de la guerra, un fenómeno que, a pesar de su brutalidad, ha inspirado a escritores, artistas y cineastas a plasmar en sus obras la complejidad del alma humana. En el campo literario, la guerra ha sido musa de aquellos que han sabido transformar el horror en metáfora y la desesperación en belleza trágica. Sin embargo, la ironía se hace presente cuando recordamos que, en la vida real, el precio de tales inspiraciones es pagado con lágrimas, hambre, sudor y sangre. La exaltación de la victoria se diluye en la amarga resignación de los que quedan atrás, en el silencio sepulcral de las ciudades devastadas y en el eco interminable del dolor.
En fin, la guerra, esa institución milenaria, sigue siendo el espejo deformante en el que se reflejan las contradicciones de la humanidad. Se nos presenta como la solución a todos nuestros problemas, una panacea para las disputas internacionales, y, a la vez, es la causa de innumerables tragedias.
La ironía de este fenómeno radica en la paradoja de cómo un acto tan terrible puede ser, al mismo tiempo, un espectáculo cuidadosamente enmarcado en discursos de honor y justicia. La “glorificación” del conflicto, desde las trincheras hasta las salas de negociación, nos invita a cuestionarnos si, en realidad, no hemos normalizado lo irracional.
Quizás, en un futuro no muy lejano, la humanidad encuentre el valor para reírse de sí misma y reconocer que la guerra es, en esencia, el último recurso de aquellos incapaces de dialogar. Hasta entonces, seguiremos siendo espectadores involuntarios de una tragicomedia en la que cada nuevo conflicto se viste de gala y se anuncia como la próxima gran revolución. Pero, al final del día, en este mundo lleno de contradicciones, lo único seguro es que la ironía no ha abandonado el escenario del poder.
Este escrito irónico no pretende minimizar el sufrimiento que la guerra inflige, sino más bien resaltar la absurda grandeza con la que se celebra un fenómeno que, en cualquier otro contexto, sería simplemente inaceptable.
En la paradoja de la guerra se esconde una lección amarga: cuando la violencia se convierte en espectáculo, la humanidad pierde su capacidad de reflexionar y aprender. Y mientras los discursos grandilocuentes sigan siendo la excusa perfecta para desatar el caos, seguiremos bailando al ritmo de una sinfonía desafinada, donde la melodía es tan triste como ridícula.
Al fin y al cabo, en el gran escenario del mundo, la guerra se erige como una ironía viviente, un recordatorio constante de que la realidad siempre supera la ficción en una baile macabro donde nadie sale realmente ganador.
La esperanza, tal vez, radique en que algún día, cuando el telón caiga sobre esta tragicomedia, la humanidad aprenda que la verdadera victoria se encuentra en la paz y el diálogo, y no en la glorificación del conflicto.
Y así, entre risas forzadas y lágrimas inadvertidas, nos despedimos de este espectáculo: un llamado a la reflexión, una crítica mordaz y, sobre todo, un recordatorio de que la guerra, por muy grandiosa que se pinte, es el compendio de la ironía humana.
P.S.
¡Mandamases: idos a la puñetera mierda de una p*** vez!
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.