Nueva Orleans no es para visitar, sino para sentir duende. No se transita, solo se saborea. Para alguien como yo—un enamorado confeso del soul, un género que canta con heridas abiertas y esperanza en la mirada—descubrir la ciudad del jazz ha sido como encontrar una lengua hermana, un eco anterior de mi devoción musical. El jazz puro y el soul comparten una misma fuente: la lucha, la pasión y el fuego interior que convierte el dolor más intenso de alma en belleza. Por eso, cuando pisé Nueva Orleans por primera vez, lo hice con la certeza de que cada rincón podía revelarme algo profundo de mí mismo.
En el corazón del French Quarter, entre balcones forjados y empedrados testigos de pocos siglos de historia, se encuentra Preservation Hall, un pequeño templo donde el jazz tradicional se mantiene vivo no como reliquia, sino como rito cotidiano.
La primera vez que entré, lo hice en silencio, con la reverencia con la que uno cruza la puerta de una Catedral, que, absolutamente todas las que conozco, y son muchas, me sobrecogen. Allí no hay luces sofisticadas ni cócteles de autor: sólo bancos de madera, paredes que han escuchado miles de solos y un público entregado al milagro.
Escuchar a la Preservation Hall Jazz Band fue, en una palabra, la bendita hostia.
Cada nota parecía salida no sólo del instrumento, sino de las tripas.
Con esos vientos y esos parches estaba condensado un siglo de dolor, resistencia, gritos de injusticia y gozo. No me sorprendió que muchos músicos de soul confesaran haber llorado allí: es el lugar donde el jazz no se actúa, se vive hasta las trancas.
En Frenchmen Street, donde el alma de la música se pasea sin prisas, se encuentra The Spotted Cat Music Club.
De todos los lugares en los que he estado, es quizás el que más conectó con mi propio espíritu. Será porque allí el jazz no es elitista, ni solemne: es callejero, sudoroso, impredecible. He visto entrar músicos espontáneos y subir al escenario como si el mundo los hubiera estado esperando.
Una noche en que sonaban los Smoking Time Jazz Club, sentí que el swing me poseía como el demonio a la niña del Exorcista, pero en bueno.
La trompeta gritaba, el saxo tenor enardecía, el contrabajo susurraba, y el público—mezcla de turistas asombrados y locales cómplices—respondía con palmas que eran oraciones. Como apasionado del soul, donde la interacción emocional es vital, me sentí en casa: aquí también se cantaba con el cuerpo y con al soul, con el alma.
Si el soul tiene algo de terciopelo y profundidad, Snug Harbor es su pariente jazzístico más cercano. Este club, también en Frenchmen Street, ofrece una experiencia más íntima y pulida. Aquí vi actuar a Ellis Marsalis, y fue como escuchar a un sabio contar historias sin palabras. Cada frase musical era un capítulo, cada pausa, una enseñanza. Y el artífice, sudando y sudando y…sudando arte.
Lo que más me impactó fue la dignidad con la que se presenta el jazz aquí: sin pretensiones, pero con maestría. Snug Harbor me recordó que el jazz no es sólo desgarro, también es sofisticación, reflexión, y belleza contenida. Y como en el soul, esa belleza no es decorativa: es un acto de supervivencia.
En DBA, también en Frenchmen Street, sentí otra faceta del jazz puro: su capacidad para arrollar, para hacer vibrar el suelo bajo los pies. Aquí el sonido es potente, generoso, sin reservas. Vi a The Hot 8 Brass Band levantar al público como si fueran predicadores de un nuevo evangelio musical. No había división entre escenario y pista: todo era una sola corriente de energía.
Como enamorado del soul, me emocionó ver cómo se difuminaban los géneros. El groove del bajo, los metales explosivos, la actitud de los músicos… todo hablaba de libertad. El jazz aquí era cuerpo y transpiración, ritmo y rabia, pero también redención.
Regresé al French Quarter para visitar Maison Bourbon, un club consagrado exclusivamente al jazz tradicional. Es uno de los pocos que, como Preservation Hall, proclama abiertamente su fidelidad a las raíces. Aquí, más que en ningún otro sitio, abarque la pedagogía del jazz: cada tema era una clase magistral, cada improvisación, una tesis sobre el alma humana.
Lo más bello fue descubrir que entre los músicos había jóvenes aprendices tocando codo a codo con veteranos. Esa transmisión generacional me recordó a las primeras grabaciones de Stax o Motown, donde los mayores guiaban con rigor y cariño a sus jovenzuelos. En Maison Bourbon, sentí que el jazz no muere; puede cambia de manos, pero no de sangre.
Como adorador del soul, he buscado toda mi vida sonidos que vibren con lo real, que no edulcoren ni disimulen. El soul me enseñó a llorar bailando, a cantar heridas. El jazz de Nueva Orleans me enseñó otra lección igual de valiosa: a improvisar con lo que la vida da, por más disonante que parezca.
Visitar estos clubes fue más que una experiencia musical: fue una peregrinación espiritual. El jazz puro no es sólo música, es una forma de estar en el mundo. Y quizás por eso, como amante del soul, me encontré como en casa en cada nota sincopada, en cada solo que parece no querer terminar.
En el fondo, ambos géneros nos recuerdan algo esencial: que somos más grandes que nuestras penas cuando las convertimos en canción.
Parafraseando a Wody Allen: me enmarco con él en que el buen jazz solo sabe tocarlo los “negros”.
¡Viva para siempre el soul, que tanto regala!
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.