El viaje empezó con un regalo genial de mi padre: un Mini Cooper rojo con llantas “Sromberg”como premio por aprobar segundo de medicina a la primera. Con Juan Fer a bordo (mi amigo y copiloto oficial), emprendimos rumbo a Copenhague con una misión tan gélida como la brisa del Báltico: consolar a la Sirenita de tanto llanto por un amor que nunca volvería .
En realidad no sabíamos si eso incluía un beso o simplemente una bebida caliente, pero ahí anduvimos, recorriendo calles repletas de bicicletas y olor a “hygge” por doquier. Copenhague nos recibió entre edificios antiguos y diseño escandinavo: callecitas empedradas de fachadas coloridas, plazas con mercadillos de diseño y comida rápida, y un ambiente relajado (o al menos más relajado que nosotros, que seguíamos medio tiritando en julio). La ciudad es un paraíso del ciclista urbano: hay más bicicletas que habitantes, carriles bici de diez metros de ancho y hasta “autopistas” elevadas solo para ciclistas. En la práctica, el Mini Cooper era la atracción turística: todos los daneses nos saludaban mientras Juan Fer maniobraba esquivando a medio Copenhague pedaleante.

PATRIMONIO, CERVEZA Y PAISAJES URBANOS.
Recorriendo el centro descubres que Copenhague se construyó para impresionar. Por ejemplo, Nyhavn, el “puerto nuevo” más famoso de Dinamarca, no es solo un montón de casas de colores (¡y bares!) a orillas de un canal; fue excavado en el s. XVII por prisioneros suecos al mando del rey Christian V. Lo usaban para meter mercaderías a la ciudad, pero luego los marineros hicieron de la zona un hervidero de tabernas y hasta burdeles (un paraíso para Ábalos, según dicen por ahí). Hoy, esas mismas fachadas multicolor se han convertido en el escenario más fotografiado de la ciudad (y el lugar donde tú, tu amigo y mil turistas se agolpan tomando cerveza). Se dice que Hans Christian Andersen vivió ahí casi dos décadas –¡y quizá por eso escribió tantos cuentos mientras bebía vino en el puerto––. En el ancla memorial de Nyhavn se recuerdan los marinos daneses caídos en la Segunda Guerra, pero nuestros únicos sacrificios fueron las coronas gastadas en pintas enormes; en Copenhague una cerveza de medio litro sale 7–10€, casi tanto como en un pub de Londres.
Nyhavn: las pintorescas casas de colores junto al canal que son la postal clásica de Copenhague. En verano sus terrazas bullen de turistas tomando cervezas carísimas mientras los barcos de madera se mecen lentamente en el agua. El clásico paseo incluye la estatua de La Sirenita, un personaje diminuto (mide apenas 1,25 m) esculpido en 1913 por Edvard Eriksen. Irónicamente, después de diez días queriendo consolarla la encontramos tan solemne y fría como los daneses, mirando hacia el mar con esa carita de “sigue gastando en pintas, amigo” que parece diagnósticarte con algún mal cardíaco. Desde Langelinie ella mira hacia el castillo de Amalienborg (residencia de la familia real) y es parada obligada de los turistas: muchos esperan un beso de la sirena, pero aquí solo hay viento, gaviotas y ganas de escapar a buscar algo con un poco más de “hygge” incluido.
La ciudad mezcla lo nuevo con lo antiguo. Por ejemplo, nos lanzamos al Tívoli Gardens, el famoso parque de atracciones abierto en 1843 y segundo más antiguo del mundo (solo por detrás de Dyrehavsbakken, otro parque danés). Imagina un parque que inspiró hasta a Disneyland París: montañas rusas de madera, un teatro de pantomima al aire libre, y hasta guardias vestidos con trajes de gala que desfilan al ritmo de marcha. En horas nocturnas las luces de tivoli convierten el lugar en cuento de hadas moderno, aunque el susto viene cuando subes a la atracción “Demonio” o la torre de caídas “Fatamorgana”: ¡ni el gorro de Juan Fer contra el viento nos salvó de querer gritar y gritar y…gritar más alto!
A un par de kilómetros está Amalienborg (palacio real) y a media hora en coche está Kronborg en Helsingør (Elsinor). Este castillo renacentista es patrimonio de la UNESCO por ser el escenario del Hamlet de Shakespeare –ya saben, el príncipe danés que pide “¡ser o no ser!”–. Nosotros no vimos ningún fantasma, pero sí un foso lleno de turistas y cafés donde tomar gløgg caliente.
Claro, un viaje así también significa explorar la escena cervecera. Copenhague es cara, pero ofrece birras únicas. Juan Fer se hizo fan del Mikkeller Bar (Viktoriagade o el original “& Friends”), un sótano 2 km al norte del centro con ¡40 grifos de cerveza artesanal!. Fue tan épico como un examen final: probamos todo (más o menos) mientras debatíamos si Hans Christian Andersen imaginó también una cerveza contándola. Para mí que – siendo ambos abstemios – ya íbamos bastante “pedos”.
Otro lugar peculiar fue el Bastard Café (Rådhusstræde 13), el bar retro de los mil juegos de mesa. Pasamos horas lanzando dados a Cthulhu en versión danesa, con tacitas de cerveza negra ad hoc. Para sentirnos como en Arendelle, hasta visitamos el Ice Bar, donde todo (mesas, vasos, hasta las sillas) está hecho de hielo y te dan un abrigo térmico para no quedar igual de esquelético que la sirena.
En la noche copenhaguense también hay pubs “castizos”: clásicos locales donde se amontonan los daneses con pinta en mano. El más conocido es el Dubliner, un pub irlandés cerca del centro (no muy “danés” pero fiestero) donde nos resguardamos del frío con guisado y buena música en vivo. Para algo local de verdad probamos el Sporvejen, un pub cuyo decorado imita un tranvía antiguo; allí sirven hamburguesas danesas y birra en vasos históricos. Y casi entramos al Bicycle Brewing Taproom (Østerbro), la microcervecería más pequeña de la ciudad, escondida junto a unas vías, donde las mesas son asientos de bicicleta y ellas traían la cerveza –literalmente–. Además de estos, topamos con otros bares recomendados (aunque no los tenemos en foto ni a la mínima cita), como Lidkoeb (cócteles estilo “speakeasy”), Strøm (jazz y whisky) o el Curfew, famoso por sus mixólogos atrevidos. Claro, con cada trago me preguntaba si no sería mejor haber aceptado algún regalo más frío del padre.
Como nunca nos apuramos, con el Mini posamos para fotos todo el día; y algunos fueron en ciudades suecas o históricas de Dinamarca. Por ejemplo, cruzamos el puente de Øresund en media hora hasta Malmö, Suecia. Aunque oficialmente es otro país, el paisaje era igual de bonito: palacios renacentistas como Turningskyddsbron, ruinas vikingas en Lund y un rascacielos retorcido llamado Turning Torso, símbolo de Malmö. Aquí creímos ver que la Sirenita tenía familia escandinava: resulta que la reina de Suecia era vista en la plaza del ayuntamiento mientras nosotros tomábamos fika.
Otro día nos fuimos a Roskilde (unos 30 min al oeste), antigua capital vikinga. Allí visitamos el Museo de Barcos Vikingos: cinco enormes navíos de más de 30 metros, rescatados del fiordo, rodeados de vikingos de museo comiendo pieles de cerdo a la brasa. ¡Nunca pensé que los estudios de anatomía de segundo año servirían para identificar costillas de bestia marina! También paseamos por la Catedral de Roskilde, gótica y lúgubre, donde descansan monarcas daneses enterrados hace siglos. Entre sus criptas vimos hasta alabastro con forma de escudo y recordamos a Hamlet en su tumba (o al menos eso juró Juan Fer después de otra cerveza).
Hans Christian Andersen nos sugirió la siguiente parada: Odense, al sur de Copenhague. Está como a 90 min en coche (o tren), pero el camino por la isla de Funen es un paisaje digno de cuento de hadas de Andersen. En Odense visitamos su museo-hogar natal, un montón de muebles rococó y se sintió como si el propio escritor estuviera a punto de contarnos un cuento incómodo. Ahí mismo hay parques dedicados a sus historias, con esculturas del Patito Feo, el Soldadito de Plomo y hasta una “Muralla China” en miniatura. Por supuesto, tomamos pan de jengibre y nos bañamos la cara (a ver si transformábamos al Mini en un príncipe).
En resumen, de noche el Mini podía quedar aparcado tranquilamente (¡hay más bicis que coches en Dinamarca!, como bien he dicho previamente) mientras nosotros disfrutábamos del ambiente cosmopolita de Copenhague: desde una copita en el campanario de la Iglesia de Nuestra Señora de Marble (Marmorkirken) hasta un picnic improvisado en el Palacio de Rosenborg. Y por supuesto, cada mañana seguíamos buscando a la Sirenita para platicar con ella –aunque sospechamos que ya tenía novio (un príncipe con botas de goma, o algo parecido; pero yo no la veía llorar ni por asomo, nostálgica ella por el marinero que no vuelve…dicen).
En estos 10 días el Mini rojo se volvió leyenda y nosotros, cronistas improvisados. Dejamos Copenhague con resaca del copón bullense de cerveza artesanal, anécdotas vergonzosas en inglés chapurreado y la certeza de que Dinamarca tiene más encanto que un cuento de Andersen (con algunas piadas modernas de por medio).
Y mientras la sirena seguía sentada en su roca, nosotros partimos pensando en qué excusa le contaríamos al padre para volver… quizá convencerlo de traernos un Viking longship la próxima vez.
No. Ahora que me acuerdo…a mi padre no le dijimos ni mu, del viaje.
Total nada, dos críos de 18, recién obtenidos los carnets de conducir, haciéndose los machotes recorriendo Europa de sur a norte.
¡Qué tiempos aquellos, en que la locura era nuestra más firme sensatez y el alimento de nuestro genio!
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.