Con esta villa de Alarcón en la Manchuela, como con tantas más de la dormilona geografía castellana, hemos sido injustos. Poco a poco, comenzando por los propios conquenses y por los habitantes de las provincias colindantes, la gente ha tomado la costumbre de acercarse por allí en grupos reducidos. De tarde en tarde se ve cómo un autocar, ocupado por estudiantes o por turistas, se estaciona a la sombra de cualquiera de sus torres o a la vera de los viejos muros de alguna de sus iglesias.
Uno de los más sonoros conjuntos monumentales que los castellanos tenemos a nuestro alcance, es con sobrado merecimiento la enriscada villa de Alarcón, el de las Siete Torres, el que luego de su restauración por parte de las instituciones y de los vecinos- lo que le ha permitido sustraerse de la ruina-, se ha convertido en un soberbio escaparate cultural y paisajístico, en el que sobresalen, galanas y severas, victoriosas sobre las lluvias y los vientos de muchos siglos, las almenas de sus viejos torreones, las espadañas de sus iglesias, rizando el azul turquí en los oscuros atardeceres del cielo de la Mancha, mientras que el río, el Júcar de las aguas verdes que baja de la sierra, lo abraza en apasionada contorsión, como un engarce magnífico en torno a una piedra preciosa de inmensas proporciones, que la Naturaleza tuvo a bien sacar a la luz del día en la tarde de la Creación, y la Historia, maestra y artífice, se encargó de ir puliendo poco a poco, pausadamente, al lento ritmo de los tiempos, en una labor callada, perseverante, estupenda.
Pocas ciudades viejas, y posibles villas en las que se cierne la leyenda por cualquier esquina, merecen tanta atención como ésta. Sobre el corpudo roquedal que trenza el Júcar se ofrece al viajero, como pegada al horizonte en el romántico contraluz de la tarde manchega, la vieja fortaleza del Marqués de Villena, señor que fue de aquella y de otras villas más en muchas leguas a la redonda; el castillo que pudo reconquistar para el rey su señor, don Alfonso VIII de Castilla, el bravo caballero don Fernán Martínez de Zeballos, escalando -dicen- la torre del homenaje valiéndose de dos puñales, uno en cada mano, que iba introduciendo al subir entre las juntas de las piedras.
Desde la plaza del Infante don Juan Manuel hasta las puertas del castillo el pueblo se estira sobre una loma a la vera del río. Aquí y allá, junto a las aceras de cualquier calle, encontrarás lujosos blasones de familias alistadas en la nómina de la alta hidalguía castellana, torres por doquier y pequeñas fortificaciones estratégicas que antes fueron algo y hoy se yerguen, piedra sobre piedra, para singularizar el paisaje.
Fueron el Turismo y el renaciente interés por el arte lo que hicieron el milagro imposible de resucitar Alarcón y ponerlo en marcha para otra nueva andadura; remoto espejismo de aquel de la posguerra que pude admirar cuando era niño, el mismo que en el año 1944 describía Luis Martínez Kleiser, en crónicas cuyas ajustadas palabras parecían desmoronarse como las piedras de sus siete torres.