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Inicio Opinión

Utopía sin manzanas

Por Liberal de Castilla
domingo, 9 de noviembre de 2025
en Opinión
Tiempo de lectura: 6 minutos
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Francisco R. Breijo-Márquez

Francisco R. Breijo-Márquez

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Cuando hay un mitin en la tele, yo me siento como quien entra en una pastelería con tarjeta de crédito ilimitada y sin dieta: quiero probarlo todo. Democracia liberal, socialismo, nacionalismo, anarquismo, tecnocracia, populismo, el partido de «la paz mundial con helados gratis»…

Pongo el volumen, sonrío, asiento con la cabeza como si entendiera cada dato demográfico y cada promesa, y al final del día mi ideario político parece la carta de un buffet libre: “Una de eso, otra de aquello, y para llevar, por favor, un poco de utopía”.

Adoro ver a los líderes hablando en la tele. Esos oradores tienen la misma eficacia que un imán para mi credulidad: cuanto más grandilocuente, más me emociono. Uno promete retirar impuestos a los gatos de compañía y legalizar la siesta obligatoria; otro, nacionalizar las nubes para que llueva donde haga falta; una candidata proclama que va a construir puentes sobre el tiempo y el espacio —literalmente— y yo ya estoy haciendo cola para votar con cara de fan en concierto. Si me dieran una pegatina, la pegaría en la frente: “Yo apoyo cualquier idea presentada con humo y powerpoint”.

Lo mejor es la coherencia interna de cada ideología, esa lógica que te hace pensar “claro, por supuesto, ¿cómo no se nos había ocurrido antes?”. El discurso neoliberal llega con gráficos y flechas ascendentes que parecen decirme: “Compra, vende, optimiza, repite”. Y yo, viendo cómo sube una curva, me digo: “Tiene sentido; si todos somos emprendedores y vendemos limonada por la mañana, la economía subirá en flecha”. Luego viene el socialista con pancarta artesanal: “La riqueza se comparte, pan para todos, y abrazos oficiales cada lunes”. Y ahí estoy yo, emocionado, porque imagino un país donde nadie paga alquiler y todos cenamos sopa comunitaria con salsa gratis. ¿Contradicción? ¿Qué es una contradicción sin un buen eslogan?

Francisco R. Breijo Marquez

La política, vista desde el sofá con mando en mano, tiene además la virtud de convertir a cualquier persona en experto en soluciones definitivas. Un minuto después de que un economista aparezca en pantalla, ya soy yo quien explica en la mesita del salón cómo reducir la inflación con una receta casera que mezcla democracia participativa y un poco de sentido común. Si un líder dice «más policía», pienso: “Buena idea, seguridad 24/7 y un policía que te felicite por reciclar”. Si otro dice «menos Estado», lo imagino como un festival permanente donde la gente se organiza con grupos de chat y apps para todo —incluido alguien que te recuerda cuándo plantar tu huerto vertical en la terraza—. En mi cabeza todo encaja, como las piezas de un puzzle que no necesita que las piezas tengan la misma forma.

Si hiciéramos caso a todos, absolutamente a todos, este país sería un paraíso terrenal. No es una exageración; es un proyecto de ingeniería social tipo LEGO: hacemos una torre con las piezas de unos, un puente colgante con las de otros, y un tiovivo municipal con el resto.

Imagínate: impuestos progresivos por la mañana para financiar conciertos altruistas, y por la tarde, mercados libres donde intercambiar ideas, bragas usadas y calcetines; una constitución que contempla el arte callejero como servicio esencial y sindicatos que organizan tardes de karaoke obligatorias. Armonía absoluta. Ni una sola queja que no pueda resolverse con una reunión de consenso, un hashtag y, por supuesto, una tarta para la mesa de negociaciones.

Eso sí: sin manzanos. Es la única condición sensata que mi gabinete de sabios (compuesto por yo y mi perra, que siempre asiente solemnemente) ha impuesto. No vaya a ser que cualquier Eva se zampe otra vez la puñetera manzana, y que Adán, que es tonto desde que nació —lo llevo diciendo desde la primera página del Génesis— la acompañe y se zampe otra manzana por solidaridad o por despiste, o ¡vaya usted a saber!Imagínate el caos: una manzana y todos los debates morales vuelven a empezar, esta vez con podcasts premium y contratos inteligentes que firman Adán sin leer la letra pequeña.

No, mejor quitamos los manzanos del paisaje. Que haya peras, sí, plátanos quizá, pero manzanos fuera. ¡Incluso podríamos declarar un día nacional de la pera!

En ese paraíso ideológico, cada escuela tendría un “aula temática” donde se enseña una ideología por semana.

Lunes: lecciones prácticas de capitalismo creativo (cómo vender una idea en cinco minutos); martes: socialismo aplicado (compartir la última porción de pizza sin drama); miércoles: ecologismo, con excursiones para plantar nabos; jueves: anarquismo con talleres de autogobierno y viernes: pensamiento crítico acompañado de arrepentimientos políticos dramatizados por los alumnos.

Los fines de semana serían para votar en comicios microtónicos, donde cada barrio decide si el parque municipal se convierte en un festival permanente de fideos o en un museo de impresoras 3D. ¡Pluralismo total!

La burocracia también sería una fiesta. No la burocracia antigua, peluda y lenta, sino una burocracia multicultural, es decir: oficinas donde cada funcionario habla un credo diferente y te recibe con un slogan distinto. Uno te hará un trámite con filosofía estoica, otro con optimismo utilitarista y un tercero te cobrará solamente en intercambios de favores.

Si hay problemas, enviamos a un equipo de resolución formado por un tecnócrata con calculadora, un poeta con libreta y un influencer con buenos seguidores. ¿Quién puede resistirse a esas ganas de cooperar?

Otro pilar del paraíso sería la justicia poética: tribunales que alternan jurisprudencia clásica con juicios populares animados por marionetas. Si alguien roba una bicicleta, antes de condenarlo lo mandamos a clase de empatía, le hacemos plantar un árbol y le ponemos a recitar discursos de conciliación en público. Y si la persona reincide… pues una terapia de grupo con croissants. Sabes, penas restaurativas, que suenan mejor en la radio.

Las fronteras también serían un ejercicio de inventiva colectiva: en lugar de muros, tendríamos pasarelas culturales con música en vivo y mesas de intercambio de recetas. Los controles migratorios pasarían a ser sesiones de bienvenida donde, a cambio de un abrazo, te explican el himno local y te dan la tarjeta de transporte gratis por un mes. Los partidos que antes abogaban por fronteras impenetrables, ahora competirían por celebrar la fiesta de bienvenida más creativa. Y el nacionalismo sería una competencia de ópera local, puntuado por el público con palitos de helado.

No voy a negar que habrá contradicciones épicas: un día quieres más control estatal para regular drones y al siguiente gritas a favor de la libertad absoluta para volar uno en la acera. Pero esa es la salsa del asunto: contradicción y creatividad. En un país donde todos los líderes se escuchan, se respetan y se copian sin rubor, cada problema sería abordado con tantas soluciones que, al final, alguna funcionará por puro agotamiento. Si todos proponen, alguna de esas propuestas caerá de pie por azar cuántico, y la estadística política hará el resto.

Imagínate además los debates televisivos: en lugar de gritos, serían espectáculos estilo varieté. Un cómico recita poesía mientras el economista explica la deuda pública con marionetas, y un influencer hace un tutorial en vivo sobre cómo lavar los prejuicios con agua fría. La audiencia no solo vota, también puntúa la estética, la coreografía y la calidad del chiste final. Democracia-karaoke, se llamaría. Y por supuesto, elegimos a los candidatos con base en su capacidad para bailar salsa y redactar una ley en menos de dos minutos (tiempo adicional si usan metáforas).

Y si algún proyecto sale mal, lo declaramos “experimento social temporal” y sacamos comunicados muy bonitos. Aprenderemos, nos adaptaremos y haremos encuestas en Instagram para saber qué sabor de helado político preferimos para la próxima temporada. Si algo funciona, lo institucionalizamos en forma de app; si no, lo convertimos en una serie de televisión de culto y hacemos merchandising.

Así serían las cosas si diéramos la misma atención y crédito a todas las ideologías: un país plural, multicolor, con festivales semanales, oficinas con slogans, juicios con marionetas y una economía que reparte tanto abrazos como dividendos. Pura magia democrática. Todo esto, insisto, con la única condición de cero manzanos. Porque si dejamos una manzana cerca, ya sabemos: Eva la ve, Adán la mira con cara de “¿por qué no?”, y en menos de lo que dura un spot publicitario, estamos empezando otra vez desde la hoja uno. Y yo, sinceramente, prefiero un paraíso donde los únicos árboles peligrosos sean los de inspiración política —que da frutos de ideas, no tentaciones—.

Al final, la política en la tele no es más que entretenimiento de alta intensidad. Me encanta porque te permite coleccionar promesas como si fueran cromos: “Colección de 2025: ideologías magníficas”. Las pegas reales las dejamos para otro día; hoy me conformo con el espectáculo. Si algún domingo nos levantamos y decidimos poner en práctica todo eso a la vez, preparad los discursos, las tartas comunitarias y, sobre todo, dejad las manzanas fuera del alcance de los curiosos.

En fin…¡Son todos tan buenos..!

 

Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

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