Sólo fueron unos años, los de mi adolescencia y primera juventud, los que viví en Cuenca por razones de estudio, y, por qué negarlo, soy un apasionado de la capital de mi provincia. Los caprichos de la vida me mandaron a vivir (muy a gusto, por cierto) en Guadalajara, la provincia hermana, sin que se me haya olvidado nada de lo que fue y de lo que es para mí la Cuenca de aquellos años. Tiempos de escasez, que al menos a los jóvenes nos enseñó a estar más apegados al trabajo -al estudio en mi caso- y a todo lo nuestro. Sin duda idealicé a Cuenca, y ahí la tengo, como yo la quiero, ocupando su lugar entre mis grandes amores.
Cosas inesperadas, de las que a veces surgen en la vida, me llevaron el pasado martes a visitar Cuenca. Se me había pedido dar una conferencia sobre la figura del eminente guitarrista Segundo Pastor en el amplio salón de la Real Academia Conquense de Artes y Letras, a la que pertenezco como académico correspondiente, y lo hice con la misma ilusión de un ferviente enamorado de la ciudad, de sus recuerdos, a la que se ama sobre todas las demás, sin contar a esta Guadalajara en la que vivo, donde han nacido todos los miembros de mi familia y en la que mi vida transcurre felizmente.
Encontré a Cuenca algo distinta de aquella otra en la que yo viví. Mi ilusión por tomar un café o una cerveza en la terraza del café Colón se vio frustrada, porque ya no existe. Lo hice en compañía de mi esposa y de Andrés, mi yerno, en la cafetería Ruiz (también de mis tiempos) en mitad de la calle; sí, porque ya no pasan coches por Carretería; la han convertido en calle peatonal con todas sus consecuencias, y sus ventajas para las gentes de la provincia que pueden encontrar a un paso todos los establecimientos, oficinas de consulta y demás, sin correr con el peligro del tráfico motorizado, que siempre lo hubo.
Viví el instante feliz de encontrarme con algún compañero de estudios, al que hacía medio siglo que no había vuelto a ver; tuve tiempo de dar un breve paseo por los alrededores, contemplar desde el puente las corrientes del Júcar, que bajaba inmenso, y disfrutar, en fin, de mi tierra como algo propio.
Que nadie dude que al hablar de Cuenca los estamos haciendo de una ciudad sin par, tan espectacular como siempre, en su eterna juventud, sin que los años pasen por ella, querida y admirada por todos, como es fácil comprobar, no sólo por haberla declarado Patrimonio de la Humanidad, sino por el continuo fluir de gentes de otras tierras que, a lo largo del año la visitan, con el propósito de volverla a ver.