Sudamérica está conmocionada. El 46 por ciento de apoyo que obtuvo Jair Bolsonaro en las recientes elecciones de Brasil (el mayor y más importante país de la región en términos económicos y geopolíticos), mediante un discurso de campaña expresamente racista y xenófobo, alarma, y a su vez se inscribe en el resurgimiento a nivel global de liderazgos ultranacionalistas que rememoran a la vieja ultraderecha.
Este avance de partidos políticos mediante discursos de odio nos interroga “nuevamente” sobre los límites al accionar de las mayorías en las democracias modernas.
¿La democracia constitucional les reconoce un poder total e ilimitado a las mayorías? ¿Pueden las mayorías decidir y hacer cualquier cosa solo porque son la mayoría?
En primer lugar debemos recordar que a partir de la tragedia del nazismo alemán y el fascismo italiano, el mundo comprendió la necesidad de establecer límites muy claros y concretos a las mayorías. Así, con la Carta de la ONU del año 1945 y la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 surgen las constituciones de posguerra, las cuales ya sabían que el poder de las mayorías totalmente desatado y desvinculado de cualquier limite de tipo objetivo y normativo, no solo no garantiza la calidad democrática del sistema político, sino que es capaz de arrasar con la vida, las libertades, los derechos fundamentales y con la democracia misma.
La primitiva democracia a secas se volvió entonces constitucional y esas mayorías, capaces de todo y de cualquier cosa, por primera vez encontraron barreras que no pueden saltar.
Por supuesto que las barreras constitucionales no debilitan el rol protagónico y necesario que tienen las mayorías a la hora de definir las democracias modernas, sin embargo, (insisto) luego de la tragedia de los totalitarismos que azotaron a Europa a mediados del siglo pasado, hemos decidido que no podemos quedarnos solo con el poder de la mayoría como único sustento de la democracia, pues como vimos -además de ser incompatible con el diseño constitucional- sería contraproducente para con el sistema mismo.
Es decir, limitar la democracia exclusivamente al principio de la mayoría es justamente antidemocrático e inconstitucional, por tal razón para que un sistema político sea formal y sustancialmente considerado democrático, se requiere –entre otras cosas- que a la mayoría se le impongan dos límites muy concretos y específicos. A saber:
El primero de ellos consiste en que se le sustraiga el poder de avanzar por sobre las minorías, pues el respeto por las minorías en una democracia constitucional es una condición definitoria de dicho modelo político. Tampoco las mayorías pueden imponer argumentos perfeccionistas que impidan la libre decisión del individuo (siempre que este no transgreda los estándares mínimos del sistema constitucional y democrático). En definitiva, no hay democracia sin pluralidad.
El segundo límite al principio de la mayoría es, como venimos señalando, la Constitución y el derecho internacional de los derechos humanos.
Así pues, no es admisible en una democracia constitucional conceder un poder ilimitado a la mayoría.