Me bajo en Budia y lo primero que encuentro no es el eco de Cela, sino el brillo de los espejos muertos: placas solares que devoran las lomas como langostas metálicas. Donde había mies y barbecho ahora sólo queda un silencio enjaulado por alambradas. Los lugareños, que antaño miraban al cielo pidiendo lluvia, hoy miran al banco esperando la transferencia del alquiler. El Ayuntamiento, satisfecho notario del expolio, da su visto bueno sin despeinarse, como si la tierra fuera baldía y no memoria.

En Peralveche las placas solares ya se extienden sobre sus campos. El paisaje de secano y monte bajo se ha trocado en un enjambre metálico. Nadie puede fingir sorpresa: están ahí, a la vista de todos, brillando al sol como una advertencia tardía. En San Andrés del Rey, los proyectos se multiplican: más hectáreas segadas de raíz. Y allí, como en todas partes, quien se queja lo hace en voz baja, temiendo ser señalado por el vecino que ya firmó el contrato. El “qué dirán” pesa más que la dignidad de conservar el paisaje.
Sigo hasta Yélamos de Abajo. Allí, de momento, el horizonte aún se abre limpio, pero todos saben que se quiere levantar una subestación eléctrica que devorará parte de su término. En Yélamos, ya hay quien frota las manos pensando en los dinerillos, sin ver que el mal que hacen a sus vecinos es irreversible. Lo que heredaron fértil, lo entregarán estéril. El alcalde se declara “neutral”, como si la neutralidad no fuese claudicación. La oposición municipal calla, y ese silencio, que pretende ser prudencia, es en realidad complicidad. La mordaza —la del miedo al qué dirán— es la mejor aliada de las empresas: nadie habla, y con ese silencio se entrega el pueblo entero.
En Irueste el panorama es distinto, y quizá peor: aquí no hay neutralidad fingida, ni siquiera debate. Hay silencio, un silencio tan espeso que parece impuesto, pero en realidad es voluntario. Nadie sabe nada, y lo que es peor, nadie quiere saber. Se prefiere mirar al suelo, cambiar de conversación, hacer como que no pasa nada. El alcalde, mudo, no opina ni explica, y esa ausencia de palabras lo dice todo. En este pueblo no hace falta mordaza: el silencio es costumbre.
En muchos más pueblos los proyectos avanzan como mancha de aceite: más solares, más infraestructuras, más territorio hipotecado a compañías que ni conocen estos pueblos ni los pisarán nunca, salvo para firmar escrituras.
La tragedia de esta Alcarria no es sólo que la expolien las compañías: es que son sus propios hijos quienes les tienden la cama. Cela los llamó pueblos pobres, ásperos y hermosos. Hoy siguen siendo pobres y ásperos, pero la hermosura la han vendido al mejor postor.
Y entonces pienso en Cela, caminando conmigo, testigo callado de este expolio. No escribiría hoy un viaje, sino una elegía. Miraría conmigo estas lomas heridas y, sin necesidad de palabras, me recordaría que el verdadero silencio no es el del campo, sino el de los hombres que lo entregan sin pelear por él.
Por Aurelio Martínez de ALIENTE en Guadalajara

