Si usted es hombre, respira, tiene pulso y posee un sistema circulatorio que funciona medianamente bien, tengo malas noticias para usted: es un peligro público inminente. No lo digo yo, ni lo dice su madre —que todavía enciende una vela por usted los jueves y cree que es un santo varón—, lo dicen los informativos. Si cometemos el error de encender la televisión a cualquier hora del día o abrir un periódico digital, la conclusión antropológica es irrefutable y devastadora: el hombre moderno no es un ser racional capaz de componer sinfonías, curar enfermedades o desentrañar los misterios del bosón de Higgs. No, nada de eso. Según la narrativa mediática actual que nos bombardean a diario, somos esencialmente unos genitales con patas, enfundados en trajes de chaqueta o monos de trabajo, con una incapacidad biológica absoluta para mantener la cremallera cerrada y el cerebro encendido al mismo tiempo.
Es verdaderamente fascinante, casi hipnótico, verse reflejado en el espejo deformante de los medios de comunicación contemporáneos. Uno se levanta por la mañana, se lava la cara con agua fría y piensa ingenuamente: «¿Qué haré hoy? ¿Ir a trabajar, pagar mis impuestos, intentar ser buen ciudadano, quizás comprar una barra de pan integral?». Pero luego, ¡ay!, pone las noticias y se da cuenta de que su agenda subconsciente es mucho más siniestra y primitiva. Al parecer, mi verdadero objetivo vital, programado en mi ADN defectuoso, es convertirme en un sátiro desenfrenado a la primera de cambio. Según el telediario de las tres, el cerebro masculino ha involucionado dramáticamente en las últimas décadas; hemos pasado del Homo Sapiens al Homo Erectus —y perdónenme el chiste fácil, pero la realidad me lo ha puesto en bandeja de plata con una guarnición de obviedad—.

La premisa que nos venden es sencilla y demoledora: si tienes testosterona corriendo por las venas, eres culpable hasta que se demuestre lo contrario. O mejor dicho, eres culpable hasta que se demuestre que estás castrado químicamente, en coma profundo o disecado en un museo de ciencias naturales. La narrativa es tan constante, tan percutora, que uno empieza a dudar de su propia integridad moral. Vas por la calle, ves a una compañera de trabajo o a una vecina y le dices «Buenos días» con toda la educación que te inculcaron en casa. Inmediatamente, una voz en off tipo documental de National Geographic empieza a narrar en tu cabeza: «Aquí vemos al macho en su hábitat natural, camuflando sus viles y lujuriosas intenciones bajo un saludo cordial. Observe cómo sus pupilas se dilatan micras de milímetro. Claramente, este sujeto no piensa en el clima, está planeando una orgía romana en el cuarto de fotocopiadoras antes del almuerzo». ¿Le ha sujetado la puerta a alguien? Es un machista paternalista que asume la debilidad ajena. ¿No se la ha sujetado? Es un miserable insensible. ¿Ha mirado en su dirección? Acoso visual de primer grado. ¿No la ha mirado? Desprecio arrogante y cosificación por omisión. No hay escapatoria, caballero. Usted es un salido. Asúmalo, abrácelo. Es su destino genético, según la CNN y la tertulia de la mañana.
Pero donde la cosa se pone verdaderamente hilarante —y por hilarante me refiero a trágica y esperpéntica— es cuando entra en juego la variable del «poder». Y ojo, no estoy hablando de ser el Presidente de los Estados Unidos con el botón nuclear a mano, ni el CEO de una multinacional farmacéutica que desayuna acciones de bolsa y despide gente por deporte. No, no, el baremo ha bajado considerablemente. Hablo de cualquier tipo de poder, por infinitesimal que sea la «miaja». Según la prensa, basta con que te nombren «Administrador del Grupo de WhatsApp de Padres del Colegio» para que te creas Calígula reencarnado. Es un fenómeno físico instantáneo, casi mágico. Te dan las llaves del cuarto de contadores de la comunidad de vecinos y, ¡zas!, te transformas en un depredador sexual insaciable. Es como si el poder, aunque sea el poder de decidir quién se lleva la grapadora buena de la oficina, viniera con un vale descuento del 100% para la decencia humana y el autocontrol.
Imagínese al pobre encargado de turno en una tienda de electrodomésticos de barrio. Le acaban de dar la inmensa responsabilidad de decidir el cuadrante de vacaciones de agosto. Según los titulares que leemos cada semana, ese hombre ya no está pensando en la logística ni en las ventas de lavadoras con función de vapor. No. Ese hombre está sentado en su silla ergonómica de sesenta euros, acariciando un gato imaginario como un villano de Bond de serie B, pensando: «Ahora que controlo el aire acondicionado y los días libres… ¡serán todas mías!». Es la teoría de la Corrupción del Pomo de la Puerta: en cuanto tienes la mano en un pomo que abre una puerta que otros no pueden abrir, te conviertes automáticamente en un peligro para la integridad moral de la nación.
Y luego, por supuesto, tenemos a los políticos, la joya de la corona de esta teoría de la bragueta loca. ¡Ah, los políticos! Si hiciéramos caso a la crónica social y política de los últimos años, el Congreso, el Senado o cualquier Ayuntamiento no son lugares solemnes donde se debaten leyes y presupuestos, sino gigantescos, costosos y burocráticos Tinder presenciales financiados con dinero público. Parece que el requisito fundamental para entrar en política hoy en día no es la vocación de servicio público, ni la capacidad de gestión, ni la formación académica, ni siquiera la oratoria. No. El requisito número uno del currículum oculto es tener la libido de un conejo adolescente y el juicio de una ameba borracha a las cuatro de la mañana.
Es casi enternecedor, si no fuera patético, ver cómo caen uno tras otro. De izquierda, de derecha, de centro, de arriba y de abajo. Da igual el color de la corbata o el himno que canten; lo que importa es el escándalo de faldas (o de pantalones, que aquí somos inclusivos en el desastre). El noticiero nos vende la imagen de que el poder político es, en esencia, una droga dura de diseño que convierte a señores de mediana edad, con aspecto de contables aburridos y colesterol alto, en máquinas sexuales imparables que no pueden resistirse a enviar fotos de sus partes nobles a desconocidas en redes sociales. ¿Acaso legislan? ¿Acaso leen los informes técnicos? Según la prensa, no tienen tiempo. Están demasiado ocupados siendo unos «salidos sin pausa». Gestionar un país, una comunidad autónoma o una concejalía de urbanismo es secundario; lo primordial es gestionar la libido y fallar estrepitosamente en el intento, dejando un rastro de mensajes directos y fotos comprometedoras que acabarían con la carrera de un actor porno, no digamos ya de un ministro.
Lo más divertido de este bombardeo mediático incesante es cómo afecta a la psicología del hombre de a pie, al que no tiene poder ni para elegir qué se cena en su propia casa porque manda el gato. Nos hemos vuelto paranoicos, asustadizos, ridículos. Entrar en un ascensor con una mujer desconocida se ha convertido en un deporte de riesgo extremo, más peligroso que el paracaidismo sin paracaídas. Te quedas mirando fijamente a los botones, contando los pisos como si te fuera la vida en ello, sudando frío, con las manos visiblemente fuera de los bolsillos —a la altura de los hombros, si es posible, en posición de rendición, como si te estuvieran atracando—, rezando a todos los dioses para que no se interprete tu respiración asmática por subir las escaleras como un jadeo lascivo. «¿Piso cuatro?», pregunta ella. Tú calculas la respuesta con la precisión de un ingeniero nuclear desactivando una bomba. Si dices «Sí, gracias, muy amable» con demasiada efusividad, eres un baboso zalamero. Si no contestas, eres un psicópata en potencia. Al final, optas por emitir un gruñido gutural ininteligible y miras al techo, rogando que el viaje termine antes de que te llegue una citación judicial por telepatía.
Y no hablemos de las gafas de sol. Benditas sean las gafas de sol oscuras. Son el último refugio, el único escudo que nos queda ante la inquisición de la mirada. Porque, seamos sinceros, según el telediario, nuestros ojos no son órganos de visión, son láseres desnudadores con rayos X incorporados. Si estás en la playa y miras al horizonte, absorto en la inmensidad del mar, más te vale que estés mirando un barco pesquero, porque si tu línea de visión se cruza accidentalmente, por una fracción de segundo, con la anatomía de alguien en bikini a trescientos metros, ya eres portada de sucesos. «Depredador visual escanea la costa», diría el titular.
La ironía suprema, mordaz y deliciosa de todo esto, es que los medios nos pintan como seres maquiavélicos, estrategas del sexo, capaces de urdir complejas tramas de acoso y dominación gracias a nuestra «miaja» de poder, cuando la realidad biológica y social de la inmensa mayoría de los hombres es mucho más simple, aburrida y patética. La mayoría de nosotros no somos depredadores sexuales acechando en la oscuridad. La mayoría de nosotros somos Homer Simpson intentando no atragantarnos con una rosquilla o recordando si apagamos la luz del pasillo. Pero claro, el titular «Hombre respeta a sus compañeras, hace su trabajo mediocremente, paga la hipoteca y se va a casa a ver una serie en Netflix mientras se queda dormido en el sofá» no vende periódicos. No genera clics. No indigna a las masas en Twitter. Necesitamos al monstruo. Necesitamos al Político Salido, al Empresario Depredador, al Encargado Lujurioso. Necesitamos creer que cada hombre con una tarjeta de visita en el bolsillo es un peligro inminente para la sociedad civilizada.
Así que, caballeros, brindo por nosotros con esta copa de agua del grifo. Por esos seres mitológicos de lujuria inagotable que los medios insisten que somos, a pesar de que la mayoría solo queremos llegar a casa y quitarnos los zapatos. Disfruten de su fama de Casanovas peligrosos y dominantes mientras piden permiso a su pareja para ir a jugar al pádel el domingo por la mañana. Porque, créanme, según el telediario de esta noche, en cuanto salgan por esa puerta con la raqueta en la mano… ¡que Dios pille confesado al mundo, porque el depredador anda suelto!
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

