La vida es el don gratuito con el que nacemos aquellos a los que se nos ha permitido nacer. Es éste, el de la propia vida, el privilegio que el hombre defiende por encima de todos los demás y del que nadie, ni siquiera él mismo, tiene derecho a disponer. La vida ocupa el primer lugar entre los derechos inviolables del hombre, de todo hombre; un concepto fuera de cualquier opinión, pero que en ciertos periodos de la historia surge con mayor reiteración y virulencia, puro juguete de las circunstancias. La vida está considerada por una parte de la humanidad como una puerta que se puede abrir o cerrar a capricho del individuo, casi siempre como producto de intereses malévolos.
Más de treinta y cinco mil suicidios se producen en Japón a lo largo del año; cada quince minutos se apea del tren de la vida un japonés por término medio. Los llamados “pactos de la muerte colectiva” están tomando claros caracteres de contagio entre la juventud nipona. Experiencia que comenzó en la ciudad de Minano, cerca de Tokio, al ser encontrados dentro de un coche los cadáveres de cuatro chicos y tres chicas que habían inhalado voluntariamente monóxido de carbono, sistema conocido por los japoneses como la “muerte dulce”.
La cultura de la muerte la encontramos hoy envuelta con el ropaje del consumo y del bienestar, cuya más clara enseña es la indigencia moral, la violencia agresiva, producto inmediato del hedonismo y del materialismo propios del todo vale, del todo está permitido a los que vivimos hoy, alimentado por el relativismo filosófico y moral, y por el laicismo dominante que con frecuencia comprobamos cómo favorecen, cuando no lo imponen, muchos estados del llamado primer mundo.
Sólo hace tres años que decidió abortar la actriz británica Emma Beck, optando por suicidarse poco después. Sus parientes hallaron junto al cuerpo de la actriz una nota en la que se podía leer: “La vida es para mí un infierno; yo nunca debería haber cometido ese espantoso crimen; hubiera sido una buena madre. Deseo estar con mi bebé, necesita de mí más que nadie”.
El suicidio asistido también resulta cruel. Quienes los han visto, cuentan con horror que en los videos de estos suicidas se ve cómo la congoja y el sufrimiento son terribles, que la muerte a veces tarda en llegar cerca de una hora entre convulsiones y opresiones.
Parece ser que éste es uno más de los signos de nuestro tiempo. Es muy difícil encontrar un periódico, ver o escuchar las noticias de un día, en donde la muerte violenta no tenga su espacio. Una lacra espantosa para la humanidad, precisamente cuando en el mundo se cuenta con medios para vivir mejor, cuando el hombre tiene menos motivos para comportarse de esa manera; pero que ahí está.