
Como otros muchos, José María Lillo llama a la puerta de la vida en una Barcelona, la del año 1921, de calles adoquinadas en las que los carruajes, la policía con el silbato, los escasos automóviles, mujeres nunca solas y los hombres con sombrero iban y venían manejando un concepto de lejos y cerca muy distinto del actual. Ya con dos años, cuando nacen Grisolía, Lola Flores o Zeffirelli, sus padres (José y Teresa) lo llevan hasta Málaga en donde fijan su residencia y aprende los primeros juegos en la calle. Me acuerdo, qué barbaridad, tendría yo seis o siete años y estábamos sentados en una banqueta. Había uno a mi lado y, enfrente, el practicante para opositar a maestro. Estaba dándonos la lección y a este, a Eduardo, se le cayó al suelo una cosa y el maestro montó en cólera. Y aunque le dije que había sido yo, vino don José Ramón, el director de la escuela, y le pegó un cachete.
José María iba a la escuela pública de su barrio, el de la calle Larios. Jugaba al salto del palo. Eso que uno se pone amagao y, el otro, sale corriendo y pone las manos en la espalda del que se ha agachado y salta. La pídola, vamos, aunque allí tenía otro nombre. Las chapas no se estilaban pero, el salto de la cuerda sí. Poníamos una cuerda aquí y otra allá e íbamos saltando y aumentando la distancia de la cuerda hasta quedar uno solo.
Después de la escuela, los años treinta fueron muy nefastos. El hambre, la quema de conventos…aunque no recuerdo haber pasado hambre a pesar de lo que se decía. De 1930 a 1933, la situación en la mayoría de los países era muy mala con hundimiento de las economías y el crecimiento del paro hasta unas tasas sin precedentes. En mi casa no. Éramos ocho hermanos, mi padre trabajaba en Hacienda y, mi madre, estaba en casa con mis hermanos.
José María Lillo recuerda cuando empezó el “movimiento”. Desde la ventana de mi casa, en la calle Larios, veíamos a un hombre disparando una ametralladora. Disparaba y le veíamos con miedo desde el balcón, frente a mi casa. Un día hasta pusieron una bomba y todo.
Las crónicas de ese día, 18 de Julio del 36 en Málaga, son estas: “el tableteo de una ametralladora resuena a lo lejos, y las persianas de los comercios echan el cierre con su sonido metálico al paso de la tropa del capitán Huelin. Los carabineros no se suman al alzamiento, y la guardia de asalto blinda la Aduana. Huelin quiere acabar rápido, pero el Gobierno Civil se defiende con vehemencia y el capitán se hace fuerte en el Paseo del Parque. Fracasa la toma. Ya por la noche, se inicia la orgía de fuego. La muchedumbre y grupos de anarcosindicalistas prenden fuego a varios edificios de la calle Larios. «Por la noche, el valle del Limonar estaba rodeado de oscuridad, parecía como si Málaga hubiese muerto»

Málaga, me dice José María, estaba tomada por los rojos. Desde el 36, al 2 de enero del 37, entraron las tropas nacionales y, entonces, me apunté a primera línea. Había un patio grande con dos mesas, sigue contando. Una para los jóvenes y otra para los que querían ir a la guerra y, yo, me puse en la de la guerra. Con quince años, y en pantalón corto, se presenta José María para entrar en combate. Usté no. Tú no. Vete a tu casa, le dijeron. Al día siguiente me puse el pantalón largo de mi hermano y, en la misma mesa, me apuntaron. Me dieron un mono, una cartuchera y un fusil y, ahí empezó mi aventura. Haciendo guardia por el patio de la iglesia en donde acampábamos los de la primera línea de Falange. Un primer servicio que me llevó al calabozo porque me quedé dormido, apoyado al fusil. Bueno, me dieron dos opciones: o me cortaban el pelo al cero o al calabozo. Y claro, con 15 años yo quería seguir con pelo así que terminé en el calabozo durante siete días.
Lillo dice que siempre estuvo en el bando nacional. Había otro bando, sí, la izquierda. Ahora hay democracia y me llevo bien con todo el mundo pero, entonces, esos no eran de izquierdas. Eran asesinos. Pasaban por las calles disparando a los balcones pero también había buena gente. Joseíto Laguna, el panadero, por ejemplo. Nos llevaba el pan con una borriquilla. Joseíto subió a avisar a mis padres: “vengan con nosotros que aquí corren peligro”. Nos llevó a su casa y nos alojó a todos. A mis abuelos también. Era del otro bando y nos ayudó. Pasaban los coches patrulla y, Joseíto, puño en alto, saludaba: salud!, Salud Joseito!, respondían.
Me cuenta José María que, con su hermano, se apuntó para ir a San Roque (Cadiz) en donde, ambos, alcanzan el grado de sargento. José María tiene 17 años y, pronto, le mandan al frente de Toledo. Hacía poco que habían tomado el Alcázar de Toledo y allí fui a parar. A uno de los montes para evitar el avance del enemigo pero no disparé ni un tiro. Y estoy vivo de milagro porque, ¡madre mía!, estábamos en la garita, empezaron a dispararnos de tal manera que tuvimos que salir de allí y, nada más salir, ¡booom!, la chabola se fue a hacer gárgaras.
Estando en Ocaña, me cuenta, casi termina otra vez en el calabozo por una buena obra: estaba yo empezando a comer cuando vi una cola muy larga de gente y, entre ella, la figura de una mujer que me dio pena. Total que le di mi comida y, así, me enteré de que ella estaba allí para ver a su marido preso. Llegó el alférez y casi me mete en la cárcel. Me arrestó en mi habitación pero, la mujer, comió y me lo agradeció.
Terminada la guerra, José María regresa a Málaga, con su familia, ingresando en el cuartel de Capuchinos con el grado de sargento. Tantas vivencias, en tan pocos años, hacen que cuelgue el uniforme y, tras opositar, entra en Hacienda con 22 años.
La vida de civil
A Lillo, a veces hay que sacarle los recuerdos haciendo vacío de su memoria. Un mozo veinteañero, con trabajo -y en Málaga- es raro que no tuviera aventuras cual dulce pájaro de juventud. Nada de chicas. Íbamos al cine y ya está. Pero de chicas na. No se estilaba. Bueno, me gustaba una chica, Mercedes Moncada. Íbamos al cine, paseábamos, no había bailes o al menos yo no iba…era medio novia, medio amiga, sí.
A veces, esos recuerdos juegan al billar y hacen carambolas con los tiempos: estuve en Ocaña de sargento. Entramos en Ocaña y conocí a la estanquera, Teresa, muy guapa, porque ya le había comprado tabaco. De eso sí me acuerdo y de que había unos cuantos compañeros y algunos oficiales, que estaban por ella, y le digo a los demás, ¿qué apostáis a que salgo esta tarde con ella…?. Pues entré en el estanco y salí con ella, eso sí, con la excusa de que había que llevarle leche a su abuela. Pero los dejé con un palmo de narices.
José María llega a cuenca en el año 1944 porque el clima de Málaga no era bueno para él. Le habían diagnosticado algo en el pecho y, el médico, le recomendó aires de Castilla: Ávila, Soria o Cuenca siendo nuestra ciudad la elegida.

En el viaje, en el tren de vapor que dura día y medio, conoce a Ágel Sequí (www.liberaldecastilla.com/memorias-del-liberal-angel-sequi-1941-me-fui-la-division-azul-rusia-novgorod-las-balas-hacian-yiii-las-cabezas/#.WvLAoYiFOHs) que le habla de la labor que realizan las religiosas de San Vicente de Paúl con las que colabora para ayudar a los pobres. Se trataba de la organización que había sido fundada en París el 23 de abril de 1833 por un grupo de siete jóvenes universitarios, grupo que se denominó Conferencia por haberse conocido en las Conferencias de Historia y que adoptaron a María Inmaculada y a San Vicente de Paúl como patronos, inspirándose en el pensamiento y en la obra de éste Santo conocido como el “Padre de la Caridad” por su dedicación al servicio de los pobres.
En Cuenca, ya, los recuerdos entran sin llamar y se agolpan en un total desorden. Me dice que había un teatro en donde hay una rotonda, recuerda el Palmeras al aire libre, la Mezquita en la esquina desde la que arranca el callejón de San Francisco, la misma iglesia de San Francisco en donde conoció a la que luego fue su mujer… Conozco a mi mujer en la puerta de San Francisco. A María Luisa. Había ido a la iglesia a oír misa y, ella, además, vendía lotería, papeletas de una rifa parroquial. Cuando derribaron la iglesia para hacer la actual, nos fuimos a otra parte a seguir con las ayudas a la iglesia y a los necesitados porque, sigue diciendo, éramos de Acción católica y pertenecíamos a la Conferencia de San Vicente de Paúl para poder ayudar a los pobres. Allí estaban, entre otros, Luis Lapeña, Jose Mª Alcalde… Una Conferencia, añado, que en el caso de Cuenca y en la de San Julián, hay que sumarle la que existe en la parroquia de San Román Mártir. Desde la más antigua a la reciente, Antonio García y Adolfo Puertas hacen milagros.

Volviendo a lo nuestro, María Luisa no quería ser novia de José María. Me lo cuenta entre risas. Me huía como el diablo pero, yo, resistí pim pam hasta que la engatusé y nos hicimos novios. Íbamos solos pero eso de ir agarraos, del brazo, náá. Íbamos por San Antón, por el ramal junto al rio, paseando, pero separaítos. Ella aquí y yo un poco más allá. ¿Achuchones? No, no se estilaban. Éramos muy religiosos.
Estamos en los primeros meses de su estancia en Cuenca y José María se hospeda en la pensión Colón, en Carretería. Había dos señoras que la llevaban y estaba encima de lo de Jover. Poco tiempo porque la pareja se casa en la iglesia de El Salvador y va formando nidos en una buhardilla en donde está muebles Calderón, en la placita del Doctor Galíndez y en Hervás y Panduro, me dice este hombre preocupado por nuestra Semana Santa. He pensado muchas veces que la gente se cree que la Semana Santa es el carnaval. Se visten, sí, pero no se lleva dentro. Que me perdonen pero así, no.
Con el premio de la Lotería Nacional, a finales de los sesenta, se compró el primer y único coche, me dice. Un Seat 850 que había sido coche del año y en él, como en “La familia y uno más”, viajaban todos aunque tardaran dos días en llegar a una ciudad, Málaga, a la que ahora no puede ir porque sus noventa y siete años, cumplidos el pasado 19 de Marzo, son como lijas que erosionan algo más que la sombra.
Audio. Me alisté a la guerra
Audio. María Luisa me huía como el diablo
La Cuenca de 1944 (Introducción)

Cuenca no escapa a la generalidad del resto de ciudades españolas. Franco va afianzando su poder con el apoyo del ejército y de la iglesia, se celebran las primeras elecciones sindicales, el embargo del petróleo obliga a introducir el gasógeno, se implanta el seguro de enfermedad, se trae de Brasil penicilina, se crea el servicio social obligatorio y el documento Nacional de identidad. Hechos que se aprecian en una pequeña ciudad como la nuestra, que son publicitados por los dos únicos medios de comunicación: la emisora de radio R.E.D.E.R.A (que a finales de 1944 sería Radio Nacional de España) y el bisemanario Ofensiva que dedicaba, la mayor parte de sus páginas, a cubrir las informaciones que llegaban de la Segunda Guerra Mundial, del día a día de Franco y de las apariciones de “camaradas” significativos en cualquier parte de la geografía nacional.
En lo local, en el mes de Enero gobernaba la Diputación Provincial don Manuel Lledó y, el Ayuntamiento, don José Domínguez que ya tenía bastante con el problema del abastecimiento de agua. La gente estaba pendiente del rodaje de la película El Clavo, dirigida por Rafael Gil y protagonizada por Amparo Rivelles y Rafael Durán mientras que, los comercios, anunciaban sus productos: discos de pizarra, meriendas y café expres con dirección y un número de teléfono que, en el caso de El Gran Restaurante La Mezquita, era el 146.
Pero las historias de ese año, 1944 en Cuenca, seguirán mañana.

