El Menú de Semana Santa en La Puerta, Trillo (según las recetas de Pilar Benito)
La Semana Santa, además de su naturaleza religiosa, o quizá precisamente por ella, ha tenido siempre una gastronomía particular, con especialidades que sólo se degustaban en esta época, y que, con la relajación de ciertas costumbres, poco a poco le han ido ganando el terreno al resto del año.
Pilar Benito repasa el menú típico de estas fechas que antiguamente debía caracterizarse por la ausencia de carne al menos los viernes después del miércoles de ceniza y en ninguno de los días de la Semana Santa hasta el Domingo de Resurrección. El cocido se sustituía entonces por el potaje al que en lugar de “la chicha se añadía el matambre”, según explica Pilar, hecho con pan rallado, huevos batidos, ajo y perejil, convenientemente amasados como sucedáneo. A los garbanzos de la Semana Santa se unían las collejas, una planta silvestre comestible, antepasado de las más domésticas y actuales espinacas.
De primero, siempre fueron bien unos huevos rellenos con el pescado que hubiera, para los que era imprescindible la mahonesa casera. En estos años de atrás se hacía siempre con aceite de oliva y huevos recién cogidos del corral. Separada la clara de la yema, el amarillo seleccionado se iba enriqueciendo con el aceite que, poquito a poco, caía de una jarra de cristal e iba ligando hasta convertirse en la salsa batida a mano con un cucharón de madera. El toque maestro lo ponían un chorrito de vinagre y una pizca de sal. La otra misión de los huevos, más protagonistas estos últimos, era servir de base al relleno. Cocidos durante quince minutos en una cazuela con agua, debían ser pelados y cortados por la mitad, retirando las yemas. Para llenarlos de sustancia, había que mezclar por otra parte estas yemas cocidas, con la mitad de la mahonesa y con el bonito de aquellas grandes latas que luego, vacías, tenían cualquier otra utilidad reciclada. El toque final lo aportaba la decoración con el resto de la mahonesa y con el aire especial de cada casa.
Y de postre, o desayuno, en la semana Santa de La Puerta iban las rosquillas, muy por delante de las torrijas, que son posteriores, o por lo menos menos típicas en la localidad trillana. La receta, no por sencilla es menos exquisita, siempre que se haga todo con paciencia. “Hay que cascar y echar seis huevos enteros en un plato, o donde se vaya a hacer la masa, añadir dos cucharadas de aceite y de azúcar, ralladuras de limón o de naranja y batirlo todo bien batidito”, va explicando la señora. Después, la levadura, un poquito de aguardiente u orujo del vino, y “yo particularmente le añado al conjunto unos anisillos”. La paciencia vuelve ser determinante para trabajar la masa a mano hasta que compacta con la harina y adquiere ese color amarillo y ese aroma penetrante que hace las delicias de los niños. “Entonces, y sobre una mesa reluciente de limpia, les doy la forma que luego conservan después de fritas, ahora con aceite de girasol, y antes de oliva, en una gran sartén”, continúa Pilar. Al salir, un último baño de azúcar, y listas. “Son muy socorridas y a todo el mundo le están buenas”, termina la cocinera de La Puerta. Esto en cuanto a las comidas. Para beber, limonada fresquita.
Los secretos del “c
hurú” de Morillejo
La elaboración de esta bebida, tan particular de la localidad trillana de Morillejo, tiene sus secretos. El primero es vendimiar la uva en el momento justo. Cuanto más maduro esté el fruto, mejor. Suele hacerse en la festividad del Pilar.
El churú está hecho con tres partes de mosto, que le aporta su dulzor sin necesidad de añadir azúcar, por una de aguardiente. El caldo que se utiliza tiene que estar recién sacado de la madre, con sólo un día de reposo. No tiene que haber roto a cocer ni un segundo. Si lo ha hecho, el resultado no será el óptimo. La mezcla no resuelve igual y no hace el mismo gusto. El churú es una bebida efímera. Puede conservarse más de un año, pero pierde. Lo suyo es gastarlo antes de que salga el nuevo.
En los cocederos artesanales de nuestros pueblos se pisaba a pie desnudo. Después con bota de goma, siempre mezclando el néctar con el sudor de los vendimiadores. El líquido escurría al tinillo, desde donde era izado en cubos a las tinajas de barro que lo convertían en vino. Últimamente se ha impuesto la practicidad de las estrujadoras y prensadoras, menos trabajosas, que además extraen con una mayor solvencia todo lo que la uva lleva dentro. Los morillejanos tienen por costumbre utilizar el primer líquido que sale de la uva, más puro, que le transmite a la bebida su típico color clarete. El mosto para el churú debe ser estrujado y apartado.
El mosto se deja reposar una noche, ni más, ni menos, para que el tanino y la suciedad bajen al culo del recipiente y no enturbien el churú. Llegado el momento exacto, primero se vierten cuatro litros de aguardiente en una garrafa de cristal. El orujo tiene que ser bueno. De 52, 53 y hasta 54 grados. Por el contrario, utilizar uno más flojo, trae consecuencias negativas. El churú no clarifica, no term
ina de hacerse y sale oscuro. Después, con paciencia, el resto del cristal se va llenando de mosto mediante una gomita de la que se aspira inicialmente. Luego cae por decantación. Pero de nuevo hay que tener en cuenta dos detalles. El primero es poner un palito en el extremo para que la goma no baje al fondo del cubo en el que está el mosto. Así se evita que ninguna impureza llegue a la garrafa. La segunda va en esta misma dirección: Hay que colar el líquido que va entrando.
Mosto y aguardiente mezclan de una forma natural, no hay que remover nada. Cuando termina el acrisolado, a la damajuana en la que se hace hay que darle un respiro. Si está tapada por completo, no cuaja el licor. La sabiduría morillejana dice que el churú debe reposar en teja vana, es decir, arriba, en la cámara, para que el culo del recipiente no toque suelo.
Un mes después, ya se puede catar. Sin embargo, la fecha ideal para hacerlo es el 8 de diciembre, día de la Purísima, que es la patrona local junto a San Roque. Esa mañana, al salir de Misa, los morillejanos toman el primer chupito del año.
Para conservarlo, lo mejor es un ambiente con poca luz y una temperatura constante de 10 grados. A partir de diciembre, todas las celebraciones van acompañadas de churú. Por supuesto, también las de la Semana Santa.
El Zurracapote, la sangría de la Semana Santa trillana
Así hacían el Zurracapote y el Agua de Naranja los mayores de Trillo. Según la receta de Isidora Henche y María Morillejo. (En recuerdo de María Morillejo (1925-2013)
Dos o tres días antes de Jueves Santo, cuando su contenido religioso estaba por encima de cualquier otra consideración, los mozos y mozas trillanos empleaban sus tardes adolescentes en la elaboración artesanal de unas bebidas simples, ya casi desaparecidas de nuestra tradición y que ahora se quieren recuperar. Es posible que su recuerdo anime a alguna familia a ponerse de nuevo manos a la obra. Y aún podríamos ir más lejos. A muchos abuelos el Zurracapote y el Agua de Naranja, que así se llamaban los licores, les sabrán ahora, tantos años después, igual de dulces que su primer amor.
Isidora Henche no ha olvidado cómo sus amigas y ella, bien pimpolludas, mezclaban el Agua de Naranja, que era la versión femenina del Zurracapote. “Nos escondíamos de los chicos para hacerla, pero nos buscaban, y nos acababan encontrando. Hay que reconocer que a nosotras también nos venía bien que lo hicieran”, cuenta. Cualquier sitio era bueno para ocultar el brebaje de la voracidad hormonal masculina. “Para que no dieran con ella la escondíamos en pajares, o en casas en las que no vivía nadie”, dice la trillana.
Cada cuadrilla de mozos tenían su investigador privado, encargado de seguirlas a ellas o de preguntar a éste y aquel para hallar el tesoro. “Si la localizaban, nos la quitaban, aunque luego nos invitaban a Zurracapote para compensar”. Isidora lo está pasando bien charlando y contando, junto a su amiga María Morillejo, algo que les quedaba ya muy lejano en el tiempo. No faltan las risas. “Una vez hicimos el Agua de Naranja en un escondite, al lado de la casa de Gerardo. La volcamos en una garrafa de arroba, la metimos en un saco, la tapamos bien tapadita con paja, y allí parecía que no había nada. Ese año no la descubrieron”, dice María.
Este elixir de la juventud trillana tenía poco secreto. “Le echábamos agua, naranjas exprimidas, azúcar y canela; y ya estaba. La proporción dependía de las que fuésemos”, cuenta la abuela. El Zurracapote, la receta de los hombres, rendía pleitesía al vino, que debía mezclarse a partes iguales con agua, para después añadirle canela y trocitos de naranja, limón, plátano o manzana. “Antes de tomarlo había que dejarlo macerar 24 horas para que el líquido cogiera el gusto de la fruta y las especias”, recuerda Isidora. El resultado era que algunos mozos, envalentonados por el calentón del trago, se decidían a decirle algo a su primer amor. “Seguro que alguna también nos emborracharíamos”, dice Isidora. “Se nos iba un poco la cabeza”, añade María. “Lo que no podíamos era bailar. En Semana Santa estaba prohibido”, reconocen al unísono. Las pandillas de chicos y chicas salían por separado, carretera arriba o abajo, saltando, cantando y jugando a juegos como “A la una va mi mula”. “Corríamos y brincábamos como galgos”, ríe Isidora. El juego consistía en que cada una debía, con agilidad, elevarse por encima del resto de sus compañeras agachadas. Entonces se estilaban las faldas, por lo que “cuando venían los chicos no lo podíamos hacerlo porque para saltar nos recogíamos las enaguas”, cuenta.
En Semana Santa “íbamos a todas las procesiones y nos acostábamos al mismo tiempo que las gallinas”, dice Isidora. Incluso en julio, en cuanto daban la luz de las calles, y “aunque estuvieras con tu novio en el baile, había que irse a casa”. Esta vez vuelven a ser la memoria de María la que se mezcla con la de Isidora, como Tajo y Cifuentes.