De Castilla, naturalmente. Es el monarca castellano que por distintos motivos tuvo mayor relación con mis dos provincias: con la de Cuenca, que es la de mi nacimiento y juventud, y con la de Guadalajara, en la que llevo viviendo la mayor parte de mi vida. Son las dos provincias castellano-manchegas que mayor contacto existe entre ellas, las que mejor se conocen y las que más puntos de coincidencia tienen en común.
Tanto una como otra debieron de tener un espacio extraordinario en la mente y en el corazón de este recordado monarca. De Guadalajara, en concreto la villa de Atienza debió de ser una constante en su recuerdo y en su corazón; pues sus hombres, los recueros atencinos, conocidos en toda la Castilla de su tiempo, en una jugada magistral de ingenio y de heroismo, lo libraron, cuando solo tenía tres años de edad, de las garras de su tío, el ambicioso Fernando II de Aragón, a quien buscó para darle muerte, y así poderse proclamar algún día también como rey de Castilla. Fue en una madrugada de otoño del año 1162, llevándose al niño con la recua, como si de un hijo más de ellos se tratase, vestido de recuero. Y así hasta la ciudad de Ávila, donde tendría asegurada su vida, y su muerte también, pues en el pueblo abulense de Gutierre Muñoz, fallecería de unas fiebres en octubre de 1714.
Cuenca, en cambio, lo recuerda como algo propio al margen de los demás reyes; pues fue quien un histórico 21 de septiembre, festividad de San Mateo, conquistó la ciudad, en la que se le recuerda con una de sus mejores calles –la de acceso a la Plaza Mayor y a la Catedral-, además de un Instituto de Enseñanza Secundaria –el de toda la vida- donde el 2 de junio de 1950 me examiné de ingreso de Bachillerato. Recordar es volver a vivir.