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El gran plagio digital o cómo hacerse pasar por genio con ayuda de un microondas de segunda mano

Por Liberal de Castilla
jueves, 11 de septiembre de 2025
en Opinión
Tiempo de lectura: 6 minutos
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Francisco R. Breijo-Márquez

Francisco R. Breijo-Márquez

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Lo voy a decir sin anestesia, porque total, para qué: detesto profundamente que alguien use inteligencia artificial para escribir libros – o artículos, o cualquier tipo de escritura -. Es como ver a un tipo llegar a la meta de un maratón montado en patinete eléctrico y luego hacerse el agotado, con las manos en las rodillas y la lengua fuera y colgando. ¡Qué espectáculo!

Y encima la gente le aplaude. “Bravo, campeón”, dicen. Campeón, sí, del ridículo universal.

Escribir es una de las pocas cosas que nos quedan para fingir que pensamos por nosotros mismos. Si ya delegamos eso en un algoritmo, ¿qué será lo próximo? ¿Un robot que reciba el Nobel en bata, con los calzoncillos de Batman, mientras el supuesto “autor” está en el sofá viendo un partido de la Champions? La literatura convertida en un servicio de “delivery”. Nadie nunca se atrevió a tanto – que yo sepa, claro –

El problema no es que la IA escriba. El problema es que algunos la usan como si fueran Cervantes redivivos con teclado táctil. Gente que jamás pasó de leer los subtítulos de “La casa de papel” ahora presume de haber parido “su gran novela existencialista” – que, además están demodés –

E intentan vendérnosla como un parto doloroso, como si hubieran sudado tinta china sobre papiro egipcio.

¡No, almas de cántaro! Lo único que habeis sudado, si acaso, es al configurar la Wifi para que el bot te escupiera tu libraco.

Francisco R. Breijo Marquez

El usuario de IA para escribir es un espécimen fascinante. No se contenta con ser mediocre, no. Tiene que amplificar su mediocridad hasta el infinito y más allá, como Buzz Lightyear con ínfulas literarias.

Antes, un mediocre escribía un manuscrito infame, lo enviaba a una editorial y recibía la respuesta estándar: “Agradecemos mucho su interés, pero nuestro comité ha decidido… bla, bla, bla”. Y punto. El fracaso era digno, casi romántico.

Ahora no: ahora el mediocre le pide a la máquina que le redacte su epopeya. Resultado: un texto con frases que parecen salidas de un manual de instrucciones de cafetera italiana, pero envuelto en un aura de falsa profundidad. Y ahí está él, con el pecho inflado, hablando de su estilo personal. ¿Estilo? ¿Personal? Hombre, lo único personal que hay es la contraseña que pusiste en tu cuenta para que te diera acceso al algoritmo.

El “escritor digital” es capaz de creerse un Hemingway por encargarle a la IA una novela sobre un detective melancólico y beodo en la Nueva York actual. Y de paso se cree Borges porque el título contiene la palabra “laberinto”. ¡Qué insulto! Borges se revuelve en su tumba, hace un facepalm metafísico y vuelve a girar.

Usar IA para escribir es como presentarse a un concurso de paellas con un sobre de arroz precocido. Sí, técnicamente se puede comer, pero ¿dónde está el arte? ¿Dónde el ingenio? ¿Dónde la chispa? Porque el ingenio es precisamente eso: un fogonazo personal, único, irrepetible. Y aquí viene el escándalo: la IA no tiene chispa. Tiene electricidad, que no es lo mismo.

Cuando uno lee un libro escrito con tripas humanas, por malas que sean, percibe la torpeza, la emoción, la rabia o la alegría. Con la IA, lo único que percibes es un “copia-pega” con esteroides. Es como besar un maniquí: podrás maquillar la silicona todo lo que quieras, pero nunca te devolverá el mordisco pasional. Aunque Serrat estaba enamoradísimo de una maniqui de cartón piedra que estaba en un escaparate de su barrio.

Los defensores de la IA literaria dicen que “ayuda a inspirar”. Sí, claro, y también ayuda el diccionario de sinónimos. Pero nadie se sube al escenario del Nobel gritando: “Gracias, WordReference, sin ti no habría sido posible”. Lo de la IA es lo mismo, pero con más fuegos artificiales y menos vergüenza.

Aquí llegamos al colmo del disparate: los usadores de IA no aspiran ya a ser escritores de barrio, de esos que al menos firman libros en la feria del pueblo junto a la tómbola. No. Ellos se ven directamente recogiendo el Nobel de Literatura en Estocolmo. ¡Con dos gónadas eficientes!

Imagínese la escena: el premiado sube al escenario, con lágrimas de cocodrilo, y suelta: “Este galardón es el fruto de años de esfuerzo, insomnio y dedicación”. Mientras tanto, en un sótano oscuro de Silicon Valley, un servidor anónimo emite un pitido: “Error 404. Texto no encontrado”.

Es el síndrome del “Nobel exprés”: gente que no se ha roto una uña tecleando, pero que cree merecer la gloria eterna porque apretó “Enter”.

Lo que antes era trabajo de años ahora se reduce a una consulta tipo “escribe una novela de 400 páginas al estilo de Herman Hess, pero con vampiros”. ¡Y hala! Bestseller garantizado.

Hay algo entrañable en escribir mal. Sí, lo digo en serio. Porque escribir mal significa, al menos, que has intentado algo. Has rumiado una idea, la has vomitado en el papel y has aprendido de tu propio fracaso. Eso es más valioso que cualquier texto perfecto generado por máquina.

La torpeza literaria es un derecho humano. Forma parte de la autenticidad. De hecho, muchos genios fueron torpes al principio. Cervantes metió la pata varias veces antes de dar con el Quijote. Joyce llenó de tachaduras sus cuadernos. Y Bukowski, bueno, Bukowski directamente escribía borracho, que es otra forma de torpeza.

Pero claro, la torpeza no da “likes”. La torpeza no impresiona en LinkedIn. Así que los mediocres modernos prefieren la perfección artificial: frases tan pulidas que parecen pulseras de bisutería barata en mercadillo de tercera.

No olvidemos el componente comercial. Porque el mercado editorial, siempre hambriento de carne fresca, se frota las manos con la IA. Si antes tenían que pagarle a un autor su mísera regalía del 7%, ahora pueden inundar Amazon con títulos fabricados en cadena. “Novelas románticas para gatos viudos”, “Thriller psicológico ambientado en un gimnasio”, “Autobiografía apócrifa de un ficus”… Da igual, todo vale.

Y el lector, pobre lector, se lo traga. Porque a simple vista, un texto de IA puede parecer correcto. Tiene sujeto, verbo y predicado, ¡qué maravilla! Pero lo que no tiene es alma. Y al final, leer sin alma es como bailar con la fregona: puede tener ritmo, pero no hay pasión.

He aquí otro detalle repugnante: el postureo. El escritor de IA no confiesa que ha usado IA. No, él posa en Instagram con gafas de pasta y una taza de café, fingiendo que ha pasado la noche en vela escribiendo. ¡Mentira! Lo único que ha pasado en vela es la barra de progreso del algoritmo cargando.

Estos farsantes incluso hablan de “su proceso creativo”. ¿Proceso? ¡Si tu único proceso ha sido copiar la pregunta y pegar la respuesta! Eso no es un proceso, es un atajo extremadamente cutre.

Y lo peor es que algunos cuelan. Sí, hay gente que los admira, que los cita, que los invita a charlas. El autoengaño colectivo funciona de maravilla. Vivimos en la era donde un impostor con buena conexión a Internet se convierte en paradigma literario.

Yo no pido que se prohíba la IA. No quiero hogueras digitales ni inquisiciones algorítmicas. Pero, por favor, un poco de decencia. Que quien use IA lo diga abiertamente, como se dice que una receta lleva glutamato. “Advertencia: este libro contiene un 99% de texto automatizado. Consuma bajo su propio riesgo sin necesidad de consultar ni al farmacéutico ni a ninguna editorial”.

Y sobre todo: que no nos vendan motos como si fuera oro. Porque al final, lo único que queda en la literatura es la voz propia. Esa voz que tartamudea, que se equivoca, que improvisa, que mete la pata y que, precisamente por eso, resulta memorable.

Si entregamos la voz al algoritmo, lo que nos queda es un eco sin personalidad. Y ya lo dijo Wilde —ese sí sabía escribir—: “La mediocridad es su propio castigo”. Pues bien, el escritor de IA vive condenado a ese castigo eterno: saberse un impostor maquillado de genio.

En el fondo, todo esto tiene un lado cómico. Porque los escritores de IA creen que nos engañan, pero no: se engañan a sí mismos. Es como el que se pone músculos de espuma debajo de la camisa y piensa que nadie lo nota.

La IA puede generar frases brillantes, sí. Pero la brillantez sin humanidad es solo fuegos artificiales en un cielo vacío. Y por mucho que lo adornen, todos sabemos que detrás del “autor” no hay más que un dedo sudoroso dándole al teclado y un ego inflado hasta explotar.

Así que, cuando vea usted a alguien presumiendo de “su novela” escrita con IA, no le discuta. Sonría, dele una palmadita en la espalda y dígale: “Enhorabuena, has escrito lo mismo que podría escribir tu microondas”. Eso sí que les duele.

Al final, la literatura no se trata de impresionar al personal. Se trata de ser genuino, aunque sea en la torpeza.

Y ahí, querido amigo, ninguna máquina puede competir.

Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

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