Ha sido noticia muy comentada en Guadalajara durante los últimos días el impacto negativo del trasvase de las aguas de sus dos pantanos en tierras de la Alcarria a otras regiones del Levante español; ejercicio de donación que en otros lugares de nuestra comunidad autónoma ha venido empobreciendo pueblos y comarcas enteras de las provincias de Guadalajara y Cuenca, desde las décadas centrales del siglo pasado. Pueblos en los que el respectivo censo de población ha pasado a ser, en comparación con otras comarcas castellanas eminentemente rurales como las nuestras, inferior al de otras aun dentro de una misma provincia.
Si comenzamos por hacer un somero estudio acerca de las tierras que ocuparon los embalses, durante las décadas 50 y 70 del pasado siglo, nadie nos podrá negar que fueron la flor y nata de nuestros campos de labor. Riberas de regadío muchas de ellas, que servían de sostén a cantidades importantes de familias a las que no les faltaba el trabajo durante todo el año, pero tampoco el alimento, también de todo el año.
Como habitante desde mis años de nacencia de estas dos provincias, conocedor de ambas a lo largo de más de medio siglo, llego a la misma conclusión a la que han llegado ese grupo de estudiosos acerca del impacto que supuesto el trasvase Tajo-Segura sobre la economía y la población en la que se están derivando las aguas del Tajo.
Argumentando que los campos de Castilla se convertirían en un Edén, se intentó vender en un principio que se atraería a ella y a sus bien cuidadas instalaciones de recreo, una buena parte del turismo de la capital de España, contando con la escasa distancia que separa a Madrid de la literaria Alcarria. La aparición del ya por entonces llamado Mar de Castilla fue un sonoro reclamo por los años entre sesenta y setenta, hasta el punto de que algunos ahorradores de los pueblos expusieron sus más o menos modestas economías en servicio de un turismo interior que empezaba a florecer, y que podía dar la vuelta en pocos años a las viejas maneras de vivir de tantas familias por el milagro de las aguas.
Aún quedan ahí, para uso y disfrute de nadie, las ya añosas y solitarias construcciones, impresionantes algunas de ellas, sin haber servido al final para nada de lo que se pensó. El fenómeno con trascendencia económicosocial se dio especialmente en algunos pueblos de la Ribera Alcarreña que bien conocemos todos, y con un reflejo quizás de menor impacto, en ciertas zonas de la Manchuela Conquense. Aquí del Tajo, allí del Júcar, si bien la historia es la misma. Sueño colectivo que se tornó en fracaso. En la Alcarria porque el trasvase -dicen, sin que les falte razón- se lleva el agua convirtiendo la realidad hídrica de la zona en un sueño luminoso sin despertar posible, y en la Manchuela Conquense, porque el agua desaparece, y apenas de tarde en tarde se dejan ver sobre los puentes o en los asientos de las peñas, pacientes pescadores de caña a la captura del lucio -donde los haya-, de la perca, o de la voluminosa carpa que nadie quiere.
Sí, en cambio, casi al tiempo que las aguas comenzaron a subir por primera vez, y aun antes, las modestas familias de los pueblos que vieron sus huertas desparecer, emprendieron el vuelo a la ciudad. Madrid, Valencia y Barcelona, son todavía un importante muestrario de gentes de Castilla, trasplantadas a otras tierras, a malvivir al menos durante los primeros años, y a buscar remedio a la nueva situación en la que generaciones anteriores jamás hubieran podido pensar.