Acabo de regresar de un viaje por los pueblos de la Sierra Norte de Guadalajara, y lo hago con el ánimo un poco por los suelos. La plaga de orugas ha vuelto a sentar sus reales por aquellos pinares, con el peligro de extenderse por toda la masa boscosa que enriquece, sanea y embellece, aquel amplio retazo de la provincia. Es la segunda vez que denuncio esta peligrosa anomalía. La anterior lo fue a través “Nueva Alcarria” en abril del año 2011.

En una franja longitudinal de no más de un par de kilómetros, junto a la carretera, entre Veguillas y Galve de Sorbe, he detectado el inicio de la plaga rediviva del mencionado insecto, dispuesto a terminar en poco tiempo con los jóvenes rebrotes de aquel inmenso pinar. Las larvas de la oruga se alimentan del jugo tierno de las guías, secándolas, e impidiendo que el pino crezca provocando su muerte, y convirtiendo a su vez el ambiente general de la sierra en una especie de paraje infecto, lastimoso y desértico; letal para el desarrollo del árbol y nocivo para la salud de las personas que por allí viven o veranean.
La de la oruga es una de las plagas más veladas que existen contra la salud humana. Su cuerpo está recubierto de una especie de pequeño pelos urticantes, que sin que tenga lugar siquiera el contacto directo con las personas, puede producir inflamaciones de piel, de ojos, de labios, y a veces situarse en los bronquios con el consiguiente peligro. El viento suele actuar de transmisor de los tricomas dañinos que se desprenden de estos insectos que están volviendo a tomar por suyos nuestros bosques.
Un sistema tradicional contra esta plaga ha sido el desprender con cuidado los bolsones de las ramas donde anidan, sin que se rompan, y quemarlos después; sistema nada viable ante la magnitud que suele tomar la epidemia, pues son cientos, miles quizás, las bolsas que se podrían contar en cada hectárea de bosque si se da tiempo a ello. La fumigación con productos químicos al efecto, desde avionetas y tomando las debidas precauciones, parece ser lo más aconsejable, lo más limpio y tal vez también lo más económico; pero hay que hacerlo.
Transfiero igualmente lo aquí dicho a otros bosques de nuestra propia Comunidad; pues cada verano me suelo encontrar con un espectáculo bastante similar al arriba descrito junto a la carretera Cuenca-Alcazar, a la vera de aquellos pintorescos meandros que dibuja el Júcar, digamos en lo que es para mi uso la divisoria entre la Serranía y la Mancha Conquense.
¿A quién corresponde poner remedio a esta peligrosa situación? Todos lo sabemos. ¿Por qué no ponen el grito en el cielo con la energía que el caso merece los aguerridos defensores del medio natural que andan por ahí? Eso lo ignoramos. El problema lo tenemos a cuatro pasos, casi lamiéndonos los pies.