Hay países que destacan por su gastronomía, otros por su nivel de innovación tecnológica, y algunos, por qué no decirlo, por su enorme talento para la picaresca. España, sin llegar a ser Silicon Valley, ha alcanzado la excelencia en la ingeniería política aplicada al trinque. Lo nuestro ya no es corrupción: es una forma de arte, una tradición inmaterial que debería figurar en la lista de la UNESCO junto a los castells y la dieta mediterránea. Porque, admitámoslo, lo de aquí tiene su mérito: robar sin creatividad es vulgar; lo nuestro, en cambio, tiene narrativa, escenografía y hasta una pizca de tragedia clásica.
Y si no, que se lo digan a los últimos protagonistas de Almería, esa provincia soleada que exporta tomates, turistas y políticos con antecedentes. En los informativos se han quedado sin espacio para tantos nombres: concejales, alcaldes, consejeros de urbanismo, empresarios amigos del alma y primos de concejal en excedencia. Da igual cuántos entren en prisión, siempre hay suplentes haciendo cola para entrar en plantilla. Uno se pregunta si en las listas municipales del PP almeriense aparece ya un epígrafe final: “Reservas: los que aún no están imputados”.

Pero, para ser justos, tampoco deberíamos cargar todo el peso del sainete en un solo partido. Aquí la corrupción no entiende de siglas, sino de vocación. El político medio español tiene dos almas: una que promete regeneración, transparencia y futuro sostenible, y otra que, a los veinte minutos de tomar posesión, ya está calculando el precio por metro cuadrado del solar contiguo. La moral se guarda en un cajón, para usarla solo en campaña electoral —igual que las corbatas nuevas.
EL ECOSISTEMA PERFECTO
Decir que la corrupción “crece exponencialmente” es quedarse corto. Esto ya no es pandemia: es el ecosistema perfecto para la supervivencia del sinvergüenza. Tenemos todas las condiciones: impunidad judicial crónica, burocracia que ahoga y una cultura política que confunde la astucia con la inteligencia. En España se perdona todo menos no saber aprovechar una oportunidad. El que roba mal es un idiota; el que roba bien, un “hombre hecho a sí mismo”.
Cuando estalla un caso —pongamos, por ejemplo, “Operación Mediterráneo Transparente” o cualquier combinación aleatoria de palabras aparentemente contradictorias—, el protocolo es siempre el mismo:
- Apelar a la confianza de los votantes.
- Culpar a una “campaña mediática”.
- Declarar que “colaborarán con la justicia”.
- Y, si todo falla, prometer que “han aprendido la lección”.
La lección, claro, consiste en no dejar pruebas para la próxima.
Así se repite el ciclo. Los votantes suspiran, los tertulianos se indignan con entusiasmo fingido, y el país sigue adelante, con su mezcla única de cinismo y resignación. La corrupción es nuestro «día de la marmota», pero en versión clientelar.
ARQUEOLOGÍA DE LA MORDIDA
Hace décadas el político corrupto era torpe, de traje brillante y maletín sospechoso. Hoy no: ahora llevan smartwatch y máster en gestión pública adquirida en universidades donde un favor vale más que un examen. Se llaman “consultores”, “facilitadores”, “miembros del consejo asesor”. La mordida ha evolucionado: ya no se esconde bajo la mesa, se disfraza de contrato menor o subvención pública “estratégica”.
Da igual el color del partido. Se cambia el logo, no el método. Porque aquí la ideología se guarda en la vitrina, y lo que de verdad mueve montañas son los pliegos administrativos amañados y los presupuestos participativos que siempre acaban participando en los bolsillos de los mismos.
Se podría trazar una línea histórica entre Lázaro de Tormes y el político moderno: ambos comen del mismo plato, pero el segundo lo hace con tarjeta corporativa. En España la corrupción no es una desviación; es la continuación lógica de la picaresca nacional. Solo que ahora se maneja con software de contabilidad.
LOS CIUDADANOS, UN PÚBLICO FIEL
Conviene tampoco olvidar al espectador, es decir, al ciudadano. Porque esto es, al fin y al cabo, un espectáculo coral. Sin un público que aplauda o mire hacia otro lado, la función perdería sentido. El votante español, curtido en desengaños, vive en un estado de desconfianza estable. No confía en el político, pero tampoco espera nada mejor. El resultado: una democracia que funciona por inercia, como ese ventilador oxidado que sigue girando aunque nadie sepa por qué.
Cada nuevo escándalo provoca tres fases de reacción social:
- Indignación digital (fase Twitter o redes).
- Chascarrillo de bar: “si yo estuviera ahí, robaba más”.
- Amnesia preelectoral.
Nadie dimite, nadie asume responsabilidades, nadie devuelve el dinero. Y lo poco que la justicia consigue recuperar se gasta en reconstruir la oficina de anticorrupción incendiada por descuido. Pero estamos tranquilos: se anuncia una nueva “legislación ejemplarizante”. Lo único ejemplar es la capacidad que tienen para no aprender nada.
EL TURISMO PENITENCIARIO
Lo de Almería merece mención aparte. Lo llaman cárcel, pero bien podría promocionarse como un centro de networking político-empresarial. Allí conviven exalcaldes, constructores y asesores con el mismo currículum: Excel, golf y sobre con billetes. No les falta compañía ni conversación. A veces uno sospecha que la pena no es privación de libertad, sino de catering.
El visitante podría pensar que asiste a una reunión ordinaria de partido: todos visten igual, hablan de estrategia y se reparten culpas como si fueran canapés. Y aún se extrañan de que alguien fuera, a pesar de todo, les siga votando. Quizá porque siguen pareciendo “uno de los nuestros”: gente cercana, campechana, con vicios reconocibles.
El político corrupto español no despierta odio, sino una distancia ambigua entre la envidia y la guasa. Hay quien se ríe y dice: “Al menos lo pillaron después de trabajar unos años”. Lo triste es que muchos de esos “trabajos” consistieron en multiplicar por tres el presupuesto de una rotonda con fuente ornamental y luces LED. A este paso, las carreteras deberían premiarse en festivales de arte conceptual.
LO PEOR NO ES EL ROBO, ES LA REINCIDENCIA
Porque, siendo realistas, el robo puntual —ese desliz juvenil de firmar una contrata amañada— podría entenderse dentro del folclore local. Lo intolerable es la reincidencia institucionalizada. Hemos pasado de la excepción a la sistemática. Hoy cualquier licitación que no acabe en comisiones parece sospechosa de honestidad extrema.
Lo más divertido, o deprimente, es ver cómo se repite el guion en cada nivel de gobierno. En los ayuntamientos, enchufes; en las autonomías, adjudicaciones; en el Estado, “fondos reservados”. Es un organigrama perfectamente sincronizado, una orquesta completa donde cada instrumento desafina a propósito. Si la corrupción fuera un deporte olímpico, España ganaría medalla y retransmisión en horario de máxima audiencia.
LA ÉTICA COMO DECORADO
Se diría que la palabra “ética” solo aparece en los discursos inaugurales, como esas cortinas que se descorren para inaugurar una obra que nadie pedía. En la práctica, la ética molesta: retrasa las obras, encarece los costes y, sobre todo, impide repartir el pastel. Es mucho más rentable un discurso moralista que una conducta moral.
De hecho, la rectitud política se percibe casi como una rareza patológica. El diputado que no acepta sobornos ni favores es mirado con sospecha, como quien llega puntual a una cena donde todos sabían que empezaba tarde. Aquí el que no se adapta se queda fuera del presupuesto.
ESPERANDO AL MESÍAS (FISCAL)
De vez en cuando aparece una nueva Fiscalía Anticorrupción, un juez mediático o una ley anunciada a bombo y platillo. Se dice que ahora sí, que esta vez caerán los grandes. Luego todo se complica: defectos de forma, recursos, plazos caducados. Y el corrupto, tras una década de litigios, sale libre “por falta de pruebas”. Traducción: el tiempo lo curó todo, incluso los discos duros.
El Mesías fiscal, si existe, debe de estar desesperado. En España, la justicia avanza a paso de tortuga coja. Para cuando llega la sentencia, el acusado ya da conferencias sobre liderazgo y ética en la gestión pública. Y nosotros, fieles espectadores, aplaudimos el milagro de su “reinserción”.
Mientras tanto, la corrupción sigue ahí, viva, mutante, saludable. Como una bacteria que se adapta a todos los antibióticos. Quizá lo único que cambia es el vocabulario: “asesoría externa”, “gestión flexible”, “innovación pública”. Pero detrás del PowerPoint la jugada es la misma de siempre: repartir lo de todos entre unos pocos.
Por eso no sorprende que, cuando alguien pregunta cómo solucionar esto, la respuesta sea un encogimiento de hombros. Quizá el remedio llegue el día en que el votante deje de comportarse como espectador. O quizá cuando en las cárceles no quepan más alcaldes y haya que construir una prisión con nombre de auditorio: “Centro Penitenciario de la Transparencia”.
Hasta entonces, seguiremos con nuestro festival anual de casos, sumarios y declaraciones ante el juez. Que no falte material, que aún queda país para saquear. Y lo que te rondaré, morena.
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

