Desde el momento en que uno pone pie en sus avenidas, sus puentes y sus colinas, Budapest se convierte en un suave murmullo que te acompaña.
Una conversación inacabada entre piedra, agua y tiempo. Quizá sea su doble naturaleza —la fusión de Buda y Pest, separadas y unidas a la vez por el Danubio— la que le confiere ese carácter dual, magnético, casi hipnótico.
Para entender su esencia, hay que pasearla. Aunque la nieve tienda a impedírtelo – yo fui la primera vez en diciembre -.

El viajero que se acerque a Budapest sin la voluntad de gastar suela, sin el deseo de perderse por sus calles adoquinadas y sus bulevares imperiales, cometerá un sacrilegio. Aquí cada callejón puede ser un poema y cada fachada, una lección de historia.
EL ABRAZO DEL DANUBIO: BUDA Y PEST
Budapest nació oficialmente en 1873, cuando las ciudades de Buda, Pest y Óbuda se fusionaron. Aun así, siguen siendo distintas. Buda se encarama a las colinas occidentales, regia, silenciosa, salpicada de palacios y callejas que parecen susurrar secretos medievales. Pest, por su parte, se extiende hacia el este, llana y abierta, bulliciosa, elegante y cosmopolita.
El Danubio, ancho y sereno, es mucho más que un río: es un espejo líquido donde se reflejan los puentes que hacen posible este matrimonio urbano.
El Puente de las Cadenas (Széchenyi Lánchíd), construido en 1849, sigue siendo el símbolo de esa unión. Cruza el río escoltado por leones de piedra que vigilan, imperturbables, a los miles de peatones y vehículos que lo atraviesan cada día.
Quien sube a la colina del Castillo de Buda comprende por qué esta parte de la ciudad despierta una devoción especial. El llamado pequeño Buda, como lo apodan con cariño algunos viajeros, es un universo contenido: calles empedradas, casas de colores pastel, patios escondidos tras portones de madera y una calma que contrasta con el dinamismo de Pest.
El Castillo de Buda domina este pequeño mundo. Hoy alberga la Galería Nacional Húngara y el Museo de Historia de Budapest, pero más allá de sus salas, lo que roba el aliento es su ubicación. Desde sus murallas se contempla el Danubio, el Parlamento y los tejados de Pest extendiéndose hasta perderse en la llanura húngara.
Muy cerca, el Bastión de los Pescadores parece un decorado de cuento.
Sus torres neogóticas, sus escalinatas y pasadizos ofrecen algunas de las vistas más memorables de la ciudad. Es difícil no imaginarse un caballero medieval o un poeta romántico apoyado en sus almenas, rumiando versos mientras observa cómo el sol se hunde tras la silueta del Parlamento.
CALLES QUE NARRAN LA HISTORIA
Perderse en las calles de Buda es retroceder siglos. La calle Uri (Uri utca), una de las más antiguas, serpentea tranquila entre fachadas barrocas y renacentistas. Aquí todo es discreto: una reja de hierro forjado, un escudo heráldico sobre un portal, un pequeño café que huele a strudel de manzana recién horneado. Es fácil detenerse a mirar y aún más fácil demorarse.
Pasear por estas calles es caminar sobre las huellas de invasiones, liberaciones y renacimientos. Mongoles, turcos, Habsburgo, soviéticos… Todos han dejado una muesca en la piedra, una grieta en el estuco o una inscripción olvidada.
Si Buda seduce con su melancolía medieval, Pest conquista con su vitalidad y su esplendor decimonónico. La Avenida Andrássy es un buen punto de partida: un bulevar imperial que conecta el centro con la Plaza de los Héroes (Hősök tere). Caminar por Andrássy es pasear entre palacetes, teatros y cafés que remiten a la Belle Époque.
En esta avenida se alza la Ópera Estatal de Hungría, una joya neorrenacentista que rivaliza con las grandes casas de ópera europeas. Para un servidor, es más bella que la Ópera de Viena, ¡que ya es decir!
Entrar en su sala de mármol y terciopelo es retroceder a una época en la que Budapest rivalizaba con Viena como capital cultural.
EL PARLAMENTO Y LA ORILLA DEL RÍO
Pero nada simboliza mejor a Pest que su Parlamento. El edificio del Parlamento húngaro (Országház) es un monumento al orgullo nacional.
Con su fachada neogótica, su cúpula que se alza como una corona y sus casi 700 habitaciones, es uno de los mayores parlamentos del mundo. Su ubicación, junto al Danubio, lo convierte en protagonista de miles de fotografías y postales. Un recuerdo imborrable, fue cuando me sacaron casi a empujones del tranvía porque no tenía billete y yo -en mi ingenuidad – pensaba que el transporte urbano era…¡gratis!. ¡Qué error, que inmenso error! Gracias a la policía, los matones calmaron su ánimo pendenciero. Pero multa pagué…¡Vaya que si pagué´!
A sus pies, la orilla del río invita a un paseo sosegado (una vez pasado el cabreo previo). Muy cerca se encuentra uno de los memoriales más conmovedores de la ciudad: los Zapatos en el Danubio. Son réplicas de zapatos de hierro, colocados en el muelle para recordar a los judíos asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. Un lugar que obliga a detenerse y a recordar que la belleza de Budapest convive con cicatrices profundas.
BAÑOS TERMALES: EL AGUA QUE ABRAZA
Si hay algo que completa la experiencia de Budapest es su tradición termal. Desde los romanos, pasando por los turcos, las aguas termales han sido un bálsamo para locales y visitantes. Los Baños Széchenyi, en el Parque de la Ciudad (Városliget), son los más famosos: un monumental complejo neobarroco donde uno puede sumergirse en piscinas exteriores mientras cae la nieve.
Pero si se buscas algo más íntimo, los Baños Rudas, al pie de la colina Gellért, conservan la atmósfera otomana. Su cúpula octogonal y su piscina central, iluminada por la luz que se filtra por tragaluces de vidrio de colores, ofrecen una experiencia mística.
PLAZAS Y CAFÉS: LA VIDA COTIDIANA
Más allá de los grandes monumentos, Budapest se disfruta en sus pequeños rituales cotidianos: un café en la terraza de la Plaza Vörösmarty, una parada en el Café Gerbeaud para probar un pastel Dobos, un paseo al atardecer por la Isla Margarita, pulmón verde que flota plácido en mitad del Danubio.
La Plaza de los Héroes, flanqueada por el Museo de Bellas Artes y la Galería de Arte, es otro lugar imprescindible. Aquí, las estatuas de los líderes tribales magiares vigilan la ciudad, recordando a quien lo olvide que Hungría tiene mil años de historia a sus espaldas.
Cuando cae la noche, Budapest se viste de gala. Los puentes se iluminan, el Parlamento se refleja en las aguas oscuras y los barcos turísticos recorren el río como luciérnagas gigantes. Subir a la colina Gellért para contemplar la ciudad desde la Ciudadela es una obligación para quien quiera llevarse una imagen imborrable.
Quizá por eso, quien ha pisado Budapest sabe que no basta una sola visita para comprenderla. Es una ciudad que se queda dentro: en la memoria de sus calles empedradas de Buda, en la grandiosidad de Pest, en el rumor constante del Danubio.
Para muchos, el pequeño Buda, con su aire de pueblo dentro de la gran capital, encarna lo mejor de esta joya centroeuropea: una ciudad que sabe ser majestuosa sin perder la intimidad, que resiste el paso del tiempo con la elegancia de quien lo ha visto todo y, sin embargo, siempre tiene algo nuevo que mostrar.
Budapest no se termina de conocer nunca, y esa es, quizás, su mayor virtud. El viajero que se despida de ella sabrá que siempre tendrá un motivo para volver: otro café, otro puente, otro atardecer sobre el Danubio, otra caminata por el pequeño Buda.
Porque hay ciudades que se visitan y se olvidan (muy pocas, para mí), pero Budapest se queda. Se queda, como un suave murmullo que uno escucha de regreso a casa, invitando a perderse de nuevo entre sus calles de piedra y su historia de agua.
(Vayan, si tienen una pequeña oportunidad de pisar Budapest)
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

