Nuestros abuelos del medio rural por muy ignorantes que fueran, gustaban llamar a las cosas por su nombre, una virtud muy castellana que a menudo llegaba a rozar los límites del vicio, tantas veces cruel como es fácil advertir con sólo echar un vistazo a muchos de los apodos por los que, fuera de todo pudor, son reconocidas familias enteras de nuestros pueblos.
No es éste precisamente el caso que hoy me lleva a evocar aquella mole de piedras multicentenarias, residuo de una realidad en forma de vieja fortaleza, cuya silueta prevalece sobre un pequeño alcor, en las afueras del pueblecito de Establés en tierras de Molina; paradigma del desamparo y del sometimiento colectivo en tiempos ya lejanos, donde por sistema y hasta en casos extremos, prevaleció la ley del más poderoso; injusticia muy al servicio de la especie humana, que con mayor o menor virulencia y casi siempre escondida bajo diferente indumentaria, perseguirá al débil mientras el mundo exista.
Este castillo, que las buenas gentes de la comarca solían conocer por “el de la mala sombra”, se debió de edificar en la primera mitad del siglo XV, bajo el mandato y dirección de un caballero al que las crónicas reconocen como Gabriel de Ureña; un tirano de tomo y lomo que para levantar su obra utilizó los materiales, piedras y maderas, robados de las casas de los honrados campesinos que él mandaba destruir. El transporte de materiales lo resolvía con los carros y bueyes de los viandantes que pasaban por los caminos cercanos, aplicando impunemente la fuerza como única razón. Las pieles de los animales que tiraban de las carretas, una vez sacrificados, las aprovechaba malcurtidos como elemento de protección en las puertas del castillo.
La historia parece un cuento, pero es verdad; las vejas crónicas y la tradición oral avalan este hecho singular que aflora a la memoria siempre que se pasa por aquella comarca, o se recuerda al pueblo sobre el que se alza, como monumento perpetuo a la servil sumisión del débil frente al que ostenta el poder.
No hace mucho tiempo que pasé por Estables, sólo unos meses. No me he encontré con persona alguna por sus calles. La población de hecho debe de ser muy escasa. Es, en cambio, un lugar sosegado, de casas nuevas y elegantes por sus orillas, un renacido edén para el verano y un despoblado de misterio y de silencio durante los largos meses de invierno.
Y sobre el pueblo, la vieja enseña de su castillo maldito recordando con sus muros galanos todavía en pie, sus cubos y su torre del homenaje, lo mucho que tiene de vil la condición humana, que en cada momento de la historia se manifiesta de manera distinta. Ahí están las catacumbas romanas, las celdas y las cámaras de gas de los campos de exterminio, los abortorios como signo irremediable de nuestro siglo, algunas de las suntuosas mansiones de tantos afortunados, que, aunque de forma velada, desprenden al pasar junto a ellas un cierto olor virulento, que es en tantos casos el tufo virulento de la injusticia.