Pienso que en ningún caso debe de ser bueno hurgar en la herida infectada. El caso Cataluña está tocando a su fin, y a fe que, catalanes o no, todos los españoles estamos hasta el gorro de un asunto de la máxima importancia que por no haber sido resuelto con las debida prontitud y acierto, arroja un insoportable tufo a podrido. Todos estamos deseando que se pase el nubarrón, que brille de nuevo el sol de la paz y del entendimiento y las cosas vuelvan a su ser, desterrando de una vez por todas la situación creada, tan poco inteligente por parte de todos, y que ha llegado a generar un tedio colectivo, del que a estas alturas del periodo marcado por la Generalidad, a sólo dos fechas del tiempo señalado, nadie puede predecir lo que pasará al final como resultado de una grave circunstancia histórica, en la que lo único seguro es que nadie ganará y perderemos todos. Bueno, tal vez esa media docena de mangantes por todos conocidos, indocumentados y cargados de odio a España, puedan tener, si suena la flauta, su injusta recompensa, o algo mucho peor que al resto de los mortales, si la flauta decide no sonar, que parece ser lo más probable.
Estoy pensando en ese montón de familias españolas que un día se marcharon a trabajar a Cataluña, muchas de ellas en condiciones precarias, que con su trabajo han colaborado como el que más al engrandecimiento de aquella región, al tiempo que fueron resolviendo su propio problema que no era otro que el sobrevivir.
Estas cosas me han devuelto a la memoria, historia o leyenda, qué más da, la figura del joven pastor catalán Isidro Llusá, cuya personalidad, celo y amor a España, le valió pasar a la Historia por la puerta grande, y hacerse merecedor de un bello monumento junto a la carretera en los entornos de Montserrat, enigmática orografía, todo un símbolo, con sus inconfundibles riscos afilados en forma de agujas, que un día siendo joven me detuve a contemplar; estampa que jamás he olvidado y a la que tantas veces recurrí, siempre en ocasiones en las que por hache o por be, los separatistas catalanes dieron motivo para hacerlo. El jovenzuelo pastor que protagonizó aquel hecho memorable hace más de dos siglos que se le conoce con el nombre de El Tambor del Bruch.
Fue durante la llamada Guerra de la Independencia contra los franceses. Toda España, Cataluña también, se levantó sin miedo al sacrificio contra los ejércitos de Napoleón. El joven pastor de los entornos de Montserrat, Isidro Llusá y Casanoves, quiso tomar parte del ejército español, pero no se lo permitieron por su corta edad. Debió de ser a principios del verano de 1808. Ante la aproximación de las tropas francesas, formadas por no menos de 3.500 hombres, en su mayoría suizos e italianos, al bueno del pastorcillo, quien, acompañado de su tambor de cofradías, andaba por aquellas escabrosidades cuidando el ganado, no se le ocurrió cosa mejor que ponerse a tocar con todas sus fuerzas al instrumento sonoro, tarea en la que debía de ser experto, cuyo sonido, al chocar contras las paredes de piedra de Montserrat, confundió a la infantería y a la caballería enemiga que ya tenía muy cerca, lo que al ejército francés le llevó a pensar que el número de soldados españoles que les venían al encuentro, era infinitamente mayor de lo que ellos habían podido imaginar. Los franceses se lo pensaron mejor, y dieron marcha atrás.
El resumen del hecho queda ahí. Como lectura grabada sobre la piedra de “El Tambor del Bruch” que rememora aquel acto insólito, se dice lo siguiente: “Viajero, para aquí, que el francés también paró, el que por todo pasó no pudo pasar de aquí.” Se me ocurre pensar que a cuántos catalanes, la estatua en piedra que hay junto a la carretera en los entornos de Montserrat, debiera servir de santuario en donde retirarse alguna que otra vez a meditar, sobre todo a ese puñado de separatistas ahora tan en boga, para que dejen a la gente en paz en favor primero de ellos mismos, y salir de su error en beneficio de aquella querida región española de la que nunca nos debemos desprender.