Ayer cometí un error táctico. Un error de novato. En un intento por «conectar con la juventud» (nótese que tengo treinta y tantos, pero en años de internet soy básicamente un fósil del Pleistoceno), decidí abrir la lista de «Top 50 Global» en Spotify. Pensé: «¿Qué tan malo puede ser? Tal vez encuentre algo con ritmo, algo fresco». Oh, dulce, ingenua criatura de Dios. Cinco minutos después, me encontraba en posición fetal en el suelo de mi sala, sangrando por los oídos, buscando desesperadamente mi vinilo de la *Sinfonía No. 23 * de Mozart como si fuera el antídoto contra una mordedura de cobra real. Y es que, queridos lectores, he llegado a una conclusión ineludible, científica y dolorosamente snob: cuanto más escucho lo que hoy llamamos «música», más ganas tengo de resucitar a Bach para que les dé una clase de contrapunto a base de bofetadas con una partitura enrollada.
Hablando claro. La música actual tiene la complejidad estructural de un ladrillo. Y no un ladrillo interesante, con texturas y matices, sino un ladrillo liso, gris y fabricado en serie. He notado un patrón fascinante: si le quitas el ordenador al «artista», el artista se evapora. El talento hoy en día no se mide en octavas vocales o destreza instrumental, sino en cuántos filtros de autotune se pueden apilar sobre una voz que suena como una cabra con laringitis antes de que el oyente se dé cuenta de que es un ser humano (o algo parecido). Escuché una canción —cuyo nombre no diré para no invocar al demonio— que consistía enteramente en un tipo balbuceando sobre su dinero, su coche y una anatomía femenina específica, sobre un ritmo que sonaba como si alguien estuviera golpeando un tupper con una cuchara de plástico.

Durante tres minutos y cuarenta segundos. Sin cambios. Sin puente. Sin estribillo melódico. Solo un bucle hipnótico diseñado para que las neuronas se suiciden una a una por aburrimiento. Y ahí es donde entra la seducción. Ahí es donde Ludwig van Beethoven, ese sordo genial y malhumorado, entra en mi habitación, patea la mesa y grita (metafóricamente, claro, porque está muerto y sordo): «¡ESTO ES MÚSICA, IMBÉCIL!».
Cuanto más me asalta el reggaetón genérico, el trap anestesiado o el pop prefabricado por algoritmos de marketing, más sexy me parece el Barroco. Sí, he dicho sexy. Piénsenlo. Bach no necesitaba un sintetizador para crear una atmósfera. El tipo tenía matemáticas en el cerebro y a Dios en el corazón. Escuchar los *Conciertos de Brandeburgo* después de una sesión de radio actual es como beber agua de manantial después de haber estado lamiendo el asfalto de un aparcamiento en agosto. La limpieza, la estructura, la polifonía… Es un masaje para el cerebro. La música moderna me grita: «¡Mírame! ¡Soy fácil! ¡No necesitas pensar! ¡Solo mueve el trasero!». La música clásica, en cambio, es una amante exigente y aristocrática. Se sienta en un sillón de terciopelo, te mira por encima de unas gafas imaginarias y te dice: «¿Ah, sí? ¿Crees que puedes seguirme? Intenta seguir tres melodías independientes que se entrelazan en una fuga perfecta mientras mantienes el ritmo emocional. Atrévete, plebeyo». Y yo, masoquista cultural que soy, caigo rendido.
La gente piensa que la música clásica es aburrida. ¡Ja! Aburrido es escuchar a un tipo de 20 años con tatuajes en la cara quejarse de que su ex no le contesta los WhatsApps. Eso es aburrido. Eso es patético. Mozart, por otro lado, era un depravado genial que escribía música angelical mientras hacía chistes escatológicos. Pero su música… Dios santo. Escuchar el *Réquiem* es mirar al abismo y que el abismo te devuelva la mirada cantando en latín. Hay más drama, tensión y resolución en cuatro compases de una sonata de piano de Mozart que en toda la discografía de Bad Bunny. Y lo digo sin miedo a la represalia (principalmente porque los fans de Bad Bunny probablemente no estén leyendo un artículo de 1000 palabras sin emojis). La música actual es comida rápida. Es una hamburguesa de un euro. Sacia el hambre momentánea, está llena de grasa y azúcar, y media hora después te sientes sucio y vacío. Mi Beethoven, mi Mahler, mi Tchaikovsky… eso es un banquete de siete platos con maridaje de vinos. Requiere tiempo. Requiere paladar. Requiere que te sientes y te calles la boca. Y en un mundo donde nadie se calla nunca, donde el ruido es constante, el silencio activo que exige una sinfonía es el acto más rebelde que existe.
Soy consciente de cómo suena esto. Sueno como el abuelo Simpson gritándole a una nube. «¡En mis tiempos la música era mejor!». Pero la tragedia es que *no son mis tiempos*. Yo crecí con las Spice Girls y el Nu-Metal. No tengo excusa generacional. Mi conversión al fundamentalismo sinfónico es una reacción alérgica a la mediocridad presente. Es difícil tener vida social con este problema. Vas a una fiesta, el anfitrión pone la lista de éxitos del verano y tú estás ahí, en una esquina, con tu copa, pensando: «Este bajo sintetizado carece totalmente de la calidez de un violonchelo. Y la progresión armónica es insultantemente predecible. Tónica, dominante, tónica. Qué vulgaridad». Te conviertes en ese tipo. El tipo que dice: «Bueno, en realidad, si analizas el uso del leitmotiv en Wagner…». Y de repente, estás solo en la fiesta. Pero no importa, porque tienes a Wagner. Y Wagner dura cinco horas, así que tienes la noche ocupada.
Lo que realmente me seduce de la sinfónica es el esfuerzo. Me seduce saber que había 80 personas en una habitación, cada una experta en un instrumento de madera y metal que cuesta más que mi coche, coordinándose para crear una ola de sonido orgánico. No hay «Ctrl+Z» en una orquesta en vivo. No hay *autotune*. Si el trompista falla, falla, y todo el mundo lo sabe. Hay riesgo. Hay humanidad. La música actual está tan sanitizada, tan cuantizada, tan perfecta en su rejilla digital, que carece de alma. Es un maniquí de plástico con ropa cara. La música clásica respira, suda, llora. Escuchar el *Adagietto* de la *Quinta* de Mahler es sentir el peso de todo el amor y el dolor del mundo cayéndote encima como una losa de mármol. Escuchar la última canción viral de TikTok es sentir… ganas de comprar una crema para el acné. La diferencia emocional es abismal.
Así que aquí estoy. He tomado una decisión. Voy a dejar de intentar entender qué es un «skrrt skrrt». Voy a dejar de fingir que me importa la vida amorosa de los traperos. Me rindo. La seducción ha sido completa. Me he entregado a los brazos de los muertos europeos con peluca. Cuanto más simple se vuelve el mundo, más compleja necesito que sea mi banda sonora. Necesito fugas, necesito sonatas, necesito óperas donde la gente tarde veinte minutos en morirse mientras canta un aria perfecta. Puede que me esté convirtiendo en un elitista insoportable. Puede que me quede solo con mis vinilos y mis bustos de escayola de compositores alemanes. Pero prefiero mil veces la soledad acompañada por la *Pasión según San Mateo* que la compañía ruidosa de una lista de reproducción generada para gente con déficit de atención. Si me buscan, estaré en mi estudio, ajustando mi monóculo imaginario y escuchando a Chopin, mientras el mundo exterior se consume en su propio ritmo de 4/4 y sus letras monosilábicas. Y saben qué… se está divinamente aquí. Larga vida al Rey.
Y por Rey, obviamente, me refiero a Franz Liszt.
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

