(Por un ciudadano confundido ante un contenedor amarillo)
Vamos a dejar una cosa clara desde el principio, antes de que alguien me lance un sorbete de papel empapado a la cara: **el cambio climático existe**. Lo sé. Tú lo sabes.
Hasta mi tía Paqui, que sigue pensando que el microondas le espía, sabe que en verano hace un calor que funde el asfalto y que los inviernos son una especie de martes lluvioso y helado perpetuo. No soy negacionista. Veo los gráficos, veo los glaciares derritiéndose como un helado en manos de un niño torpe y entiendo que la hemos liado parda.
Pero, dicho esto, tengo que confesar algo que me carcome el alma y me hace sentir como un hereje en la iglesia de la sostenibilidad: **no entiendo absolutamente nada de lo que se supone que tengo que hacer, y me siento estafado.**
EL CUBO DE RUBIK DE LA BASURA
Empecemos por la gran mentira moderna: el reciclaje doméstico. Se nos ha vendido la idea de que la salvación del planeta Tierra, este glorioso punto azul pálido suspendido en el cosmos, depende enteramente de si yo, un simple mortal con mi pijama de franela, acierto a meter la caja de pizza en el contenedor correcto.
Y aquí es donde empieza mi calvario cognitivo.
Tenemos el azul, el amarillo, el verde, el marrón (que es nuevo y huele a muerte), el gris y, en algunos sitios, uno naranja que creo que es para residuos nucleares o para los sueños rotos. Me paso la vida delante de los cubos de basura de mi cocina, que ocupan más espacio que mi nevera, sosteniendo un *brick* de leche con la intensidad de Hamlet sosteniendo la calavera de Yorick.
¿El *brick* es cartón? Sí. ¿Va al azul? No, idiota, va al amarillo porque tiene plástico y aluminio por dentro. ¿Y la tapa? Al amarillo. ¿Y si es un envase de cartón de comida para llevar que está manchado de grasa? Ah, amigo, eso ya no es papel, eso es «orgánico contaminado», o quizás «resto», o quizás deba quemarlo en una pira funeraria en el balcón.
He llegado a lavar envases de yogur con más cariño del que le he puesto a lavar a mi propio perro, solo para que luego me digan que el agua que he gastado lavando el plástico es peor para el medio ambiente que el propio plástico. Es una trampa. Es un juego de feria amañado donde el premio es la eco-ansiedad y el castigo es sentirte el Capitán Planeta fracasado.
Nos han convertido en gestores de residuos no remunerados, clasificando basura por colores como si estuviéramos en preescolar, bajo la promesa de que, si lo hacemos bien, los corales volverán a florecer.
MIS PEDOS Y MI COCHE VS. EL APOCALIPSIS
Luego está el tema de las emisiones. Me despierto por la mañana y ya me siento culpable por respirar demasiado fuerte y emitir CO2. Me dicen que deje el coche, ese viejo diésel que suena como un tractor asmático, y que me compre un eléctrico que cuesta lo mismo que el PIB de un país pequeño. O que vaya en bicicleta, claro, llegando a la oficina sudando como un pollo asado, porque eso es progreso.
Me restriegan por la cara la huella de carbono de mi filete de ternera. Resulta que las vacas, con sus flatulencias metaníferas, son las verdaderas villanas de esta película. Así que ahí estoy yo, comiendo una hamburguesa de tofu que sabe a cartón (probablemente del contenedor azul que equivoqué antes) y bebiendo de una pajita de cartón que se disuelve en mi boca a los tres segundos, convirtiendo mi refresco en una papilla de celulosa. Todo sea por la causa.
Yo aguanto. Yo reciclo. Yo camino. Yo sudo. Yo sufro la pajita de papel. Porque soy un buen ciudadano.
EL ELEFANTE RADIACTIVO EN LA HABITACIÓN
Y aquí es donde mi sarcasmo se torna en una risa histérica, de esas que te hacen acabar en un psiquiátrico.
Porque mientras yo estoy aquí, con mi crisis existencial sobre si el envoltorio de las magdalenas va al amarillo o al gris, resulta que los «Jefes del Mundo», esos señores con trajes caros que dirigen las superpotencias, llevan décadas jugando a los barquitos y a los soldaditos con **armas nucleares**.

¡Sorpresa!
Nadie habla de esto. Pones las noticias y te hablan de las «emisiones difusas» del transporte urbano. Te hablan de cerrar el grifo mientras te lavas los dientes. Pero se les olvida mencionar, así como quien no quiere la cosa, que Estados Unidos, Rusia, China, Francia y compañía han detonado más de **2.000 bombas nucleares** en el planeta desde 1945.
DOS. MIL. BOMBAS.
Y no estamos hablando de petardos de feria. Hablamos de pepinos que ríete tú de Hiroshima. Han reventado atolones enteros en el Pacífico (preguntadle a los del Atolón Bikini, si encontráis a alguno que no brille en la oscuridad). Han convertido desiertos en Nevada, Nuevo México y Arizona en queso gruyere radiactivo. Han hecho pruebas en Argelia, en Kazajistán, en el interior de montañas y bajo el mar.
¿Y me estáis diciendo que el problema es que no he aplastado bien mi botella de agua?
Es fascinante. Es «alucinante», como bien dices. Nos preocupamos por los microplásticos (que sí, son malos, no digo que no), pero nadie menciona los isótopos de estroncio-90 que esos genios liberaron a la atmósfera para ver «qué pasaba».
Imagina la escena:
— *Científico:* Señor Presidente, tenemos un problema con el calentamiento global.
— *Presidente:* ¡Maldita sea! ¡Rápido, prohíban las bolsas de plástico en el supermercado y cobren 10 céntimos por ellas!
— *Científico:* Brillante, señor. ¿Y qué hacemos con la prueba nuclear táctica de 50 megatones que vamos a detonar mañana en el desierto para medirnos el pene con la potencia rival?
— *Presidente:* Ah, eso no cuenta. Eso es «defensa nacional». Además, el humo queda muy estético en las fotos. Que la gente siga separando el vidrio, que es lo importante.
ARIZONA, EL PACÍFICO Y LA MADRE QUE LOS PARIÓ
Es que tiene gracia. Te vas a Arizona o a Nevada, lugares preciosos, paisajes lunares de una belleza sobrecogedora, y resulta que el subsuelo está más caliente que una freidora en agosto porque a unos señores les dio por jugar a ser Dios con el átomo. Cráteres gigantescos que se ven desde el espacio, cicatrices en la piel de la Tierra que no se curarán en milenios.
Pero ojo, si tú tiras una colilla en ese mismo desierto, te cae una multa que te deja temblando. La hipocresía tiene un nivel de refinamiento que casi hay que admirar.
En el Pacífico, islas enteras vaporizadas. Ecosistemas marinos que tardaron millones de años en formarse, borrados en una fracción de segundo por un hongo de fuego. ¿La huella de carbono de una explosión nuclear? Me atrevería a decir que es un poquito más alta que la de mi Renault Clio del 2005. Solo un poquito.
La radiación liberada en esas pruebas viajó por todo el globo. Entró en la cadena alimenticia, en el agua, en el aire. Pero claro, el problema es el desodorante en spray que usábamos en los 90.
SOMOS LOS PAYASOS DEL CIRCO
Al final del día, sigo sabiendo que el cambio climático es real. Los polos se derriten. Lo sé. Pero no puedo evitar sentirme como un payaso en un circo en llamas al que le han dado una pistola de agua para apagar el incendio, mientras el director del circo está echando gasolina al fuego con un lanzallamas gigante llamado «arsenal estratégico».
Seguiré separando la basura. Seguiré mirando el color del contenedor con cara de idiota, dudando si el papel de aluminio manchado es reciclable o no. Seguiré pagando mis impuestos verdes y sintiéndome culpable si cojo el coche para ir a comprar el pan.
Pero lo haré con una sonrisa mordaz, sabiendo que la verdadera broma no es que yo no sepa reciclar. La broma es que nos han convencido de que la responsabilidad de salvar el mundo es nuestra, mientras ellos juegan a la ruleta rusa con el planeta, probando sus juguetes de destrucción masiva en el patio trasero de la humanidad, ya sea en un atolón paradisíaco o en un desierto de Arizona.
Así que, querido lector, la próxima vez que te sientas mal por no haber lavado el envase de yogur, recuerda: al menos tú no has detonado una bomba de hidrógeno esta mañana.
Algo es algo.
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

