En la sociedad contemporánea, distinguir entre verdad y mentira es una tarea cada vez más compleja. Vivimos rodeados por múltiples discursos, realidades y percepciones que configuran una especie de neblina sobre lo que antes parecía claro y evidente. En este escenario, hacemos referencia a “realidades” —rurales, urbanas o híbridas— y desplazamos la pregunta sobre la verdad hacia una mirada más humana: las personas en el centro.
En tiempos de hiperconectividad y sobreabundancia informativa, el concepto de verdad se fragmenta. La mentira ya no es simplemente lo opuesto a la realidad, sino más bien una interpretación entre tantas otras. Lo rural y lo urbano se han convertido en dos formas de entender el mundo, pero ninguna tiene el monopolio de la verdad; ambas aportan matices y experiencias que enriquecen el tejido social y cultural.

Os pongo el ejemplo de cualquier pequeño municipio donde los vecinos organizan una actividad para mostrar productos locales y artesanos. El relato oficial que se muestra en redes sociales habla de “éxito rotundo”, sin duda, lo es, porque cualquier pequeño acto que dinamice y genere esperanza es un impulso, aunque más allá de las cifras, la realidad de los vecinos termina reflejando otras preocupaciones más profundas sobre el futuro, la migración juvenil o el acceso a servicios básicos. La verdad vivida por las personas es muy distinta a la publicada, sin embargo coexistieron en el mismo espacio-tiempo, invitando a reflexionar sobre cómo la realidad oficial puede distorsionar la compleja verdad de los protagonistas.
Las personas como único eje de verdad
A medida que se entremezclan realidades rurales y urbanas, descubrimos que la única verdad que perdura es la que reside en las personas. Sus vivencias, recuerdos, necesidades y luchas construyen una verdad compartida, aunque nunca absoluta. En la integración de lo urbano y lo rural, los proyectos de atracción de nuevos pobladores sirven de ejemplo: la narrativa institucional habla de progreso, pero la verdad profunda emerge en la perseverancia diaria de quienes lo viven, afrontando retos y construyendo comunidad.
En este sentido, la verdad deja de ser un valor abstracto o una fórmula matemática y se convierte en un proceso vital, relacional y comunitario.
Aprendizajes del diálogo social rural-urbano
Una lección significativa proviene de los intentos de establecer proyectos de innovación social en pueblos pequeños. Al integrar equipos urbanos y rurales, surgen diferencias en la percepción de los problemas y las posibles soluciones. Lo que para una persona urbana es un “avance tecnológico” puede, para el agricultor local, representar una amenaza a la continuidad de sus tradiciones. Cuando se pone a la persona en el centro y se facilita el diálogo franco, surge una verdad intermedia: la posibilidad de encontrar soluciones híbridas que respetan la identidad local y abrazan la innovación. Este ejemplo muestra que la búsqueda de una única verdad puede ser menos fructífera que la construcción de realidades compartidas, basadas en la empatía y el reconocimiento de la diversidad.
Quizá una de las mejores enseñanzas que nos puede traer el hecho de “vivir a jornada parcial” en un pueblo sea la de renunciar a la obsesión por las verdades absolutas frente a la mentira, y aceptar la riqueza de las múltiples realidades urbanas y rurales que conviven y se transforman, ya que solo a través de las personas y sus historias aprendemos que la verdad es siempre humana, dinámica y comunitaria, y en ella se encuentra la fuerza para avanzar, dialogar y construir futuro para la humanidad. Escuchemos la voz de los pueblos antes de que dejen de existir, quizá así podamos conseguir algún rescate.
Opinión de Yolanda Martínez Urbina

