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La plaga de los que pontifican sobre lo que no conocen

Por Liberal de Castilla
domingo, 26 de octubre de 2025
en Opinión
Tiempo de lectura: 6 minutos
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Francisco R. Breijo-Márquez

Francisco R. Breijo-Márquez

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En la época de la inmediatez, la opinión se ha convertido en un deporte nacional —y  absolutamente mediocre— donde la victoria no depende del conocimiento sino de la rapidez con la que uno abre la boca para vomitar un juicio. La cosa tiene un nombre: desprestigiar por desprestigiar.

Importa un carajo el objeto de la crítica: una persona, una obra, una idea aún no publicada; lo crucial es apuntar, gritar y convertir la sospecha en sentencia.

Y no hay nada más repugnante que la ceremonia del linchamiento público a partir de datos inexistentes, lecturas no hechas y pulsiones: un fenómeno que han encontrado en redes sociales, tertulias y ciertos medios de opinión un terreno abonado para reproducirse hasta convertir la difamación en entretenimiento.

Tomemos un ejemplo reciente y paradigmático: la animadversión contra Juan del Val por haber ganado el Premio Planeta. No es anecdótico que muchos hayan corrido a denostarlo e insultarlo sin haber leído siquiera el libro premiado —más aún, sin haberse molestado en esperar a que el libro exista en su forma tangible. La cosa raya lo kafkiano: se condena una obra por el hecho mismo de existir como rumor, por la sospecha de que detrás del premio haya «amistades» o «compadrazgos», por la consagración mediática automática que otorgan los sellos grandes. Es la lógica del ajuste de cuentas por inercia: si algo suena a éxito, debe ser destruido antes de ser conocido.

Francisco R. Breijo Marquez

Así la envidia y el resentimiento se disfrazan de política cultural genuina y leal.

La ansiedad moral de estos denunciantes no es nueva: siempre hubo operaciones de desprestigio, pero lo que cambió es la velocidad y la impunidad. Hoy basta con tuitear una insinuación y la maquinaria de la sospecha se pone en marcha: influencers, periodistas con prisa y opinadores de sofá se dedican a fabricar una narrativa con piezas que no existen. Si a alguien le falta rigor, se le puede perdonar; lo insoportable es la mezcla de dogmatismo y pereza intelectual: la convicción absoluta sin el esfuerzo mínimo de informarse.

Es el postureo del conocimiento: tener opinión urgente sobre todo sin pagar el precio básico de la lectura.

Criticar es legítimo, incluso perentorio. La crítica organizada, informada y argumentada es el motor del pensamiento y del arte.

Pero el espectáculo que hoy se llama «criticar» es, con demasiada frecuencia, el contrario: una ceremonia pública de humillación que celebra el rumor, la coartada moral y el linchamiento selectivo. Y ello tiene consecuencias reales: el desprestigio prematuro arrastra carreras, aleja lectores y anestesia el debate. Porque no hay diálogo posible cuando una parte ya decidió que la otra es culpable por decreto y por sus santos colindrones.

En el caso de quienes atacan a un autor por ganar un premio sin haber leído su obra, la argumentación típica es un combinado de tres falacias: primero, el argumento ad hominem, que busca descalificar al autor por su entorno, su presencia mediática o su visibilidad; segundo, el argumento de autoridad invertida, que asume que toda elección institucional es corrupta; y tercero, el prejuicio predictivo, según el cual la obra, por el simple hecho de ser premiada, debe ser mala.

Es una maquinaria mental infantil: si algo tiene éxito, no puede ser bueno; si es bueno, no puede tener éxito de forma legítima. Todo ello se traduce en un discurso que se alimenta de anécdotas y acusaciones falsas ,sin pruebas y con enorme mala baba..

El problema no es sólo intelectual, es ético. Desprestigiar por deporte implica descargar sobre otro la necesidad de la propia rehabilitación social: si no triunfas, mejor destruir al que triunfa. Es un mecanismo de supervivencia emotiva que convierte la crítica en venganza: «Si no puedo estar en el podio, prefiero demoler el podio y acusar de trampera la competición». Así la cultura se enferma: quienes han de aportar lectura y juicio se convierten en verdugos que celebran su propia ignorancia como mérito moral. No es mala fe siempre; muchas veces es cómoda negligencia convertida en soberbia.

Y no es sólo Juan del Val. Hay una lista interminable de procesos semejantes: canciones demonizadas antes de conocerse, series condenadas por un tráiler, movimientos políticos juzgados por slogans, libros enterrados por rumores.

La diferencia entre opinión y odio es que la primera se funda en el conocimiento y el matiz; la segunda se alimenta de la sospecha, mala hostia y  pereza. No es casualidad que los más enfáticos en sus juicios sean precisamente quienes menos trabajan por informarse, los más analfabetamente culturetas -escrito esto con todo mi desprecio -: la cultura del like premia la reacción más brutal, la sentencia más fulminante.

¿Hay solución? Claro que sí, podría haberla y es elemental: responsabilidad y espera. Básicamente, la capacidad de contener la primera pulsión de comentar y dejar paso a la lectura. Leer, por lo menos. Comprobar. Preguntar.

¿Pero ¡quién de esos pintamonas del espectáculo de baratillo diario sería capaz de hacer cosas? ¡Se la pela a todos!

El debate se dignifica cuando se basa en hechos, no en rumores; cuando la acusación se presenta con pruebas y no con impresiones. Por supuesto, esto exige esfuerzo: tiempo para leer, para contrastar, para pensar. Es más fácil tuitear una afrenta que abrir un libro. Pero es precisamente el coste lo que preserva la calidad del juicio: si opinar fuera gratis, todo el mundo sería crítico y nadie sería responsable.

Otra vía es la humildad intelectual: admitir límites, reconocer que la ignorancia propia existe y que no hay obligación de pronunciarse sobre todo. Ese gesto de humildad es raro y por eso valioso: callar hasta informarse es más honorable que opinar sin base. La indignación legítima crece cuando se construye con argumentos, no cuando se monta un linchamiento público para ganar audiencias.

No debemos obviar la responsabilidad de los medios y las plataformas. El algoritmo premia lo sonoro, no lo sereno. Los editores de opinión que buscan tráfico a toda costa reducen la crítica a un entretenimiento hostil; los programas que invitan a presuntos expertos sin verificar su preparación ayudan a legitimar la diversión venenosa. Es urgente que los espacios de difusión recuperen estándares básicos: verificar, documentar, no dar cabida a denuncias sin fundamento. Si los medios se convierten en altavoces del rumor, la cultura democrática se empobrece.

Finalmente, es cuestión de prestigio personal: si alguien se construye como referente de opinión, que lo haga con conocimientos. Nada resulta más patético que la figura del opinador que arremete contra lo que no conoce, y luego queda en evidencia ante la mínima comprobación.

La descalificación gratuita se vuelve contra quien la practica: la pérdida de credibilidad es el peor castigo. La buena noticia es que hay poca paciencia social para la impostura: tarde o temprano el público empieza a exigir sustancia, no espectáculo baratero.

En vez de celebrar la demolición por inmadurez, deberíamos reivindicar la lectura como acto de resistencia. Leer es frenar el rumor, es poner el cuerpo en la cultura y no huir hacia la acusación fácil. Es también la forma más eficiente de combatir la mediocridad del juicio: quien lee no tiene que demostrar su inmunidad al éxito ajeno; simplemente, juzga con herramientas. Y eso, por sí mismo, es pedagógico: enseña que la crítica es un ejercicio de responsabilidad, no un medio para ganar notoriedad.

El linchamiento del que hablábamos —ese acto de desprestigio por desprestigiar— es un cáncer social que debemos extirpar con hábitos básicos: comprobar antes de criticar, leer antes de opinar, callar antes de difamar. Hasta que ese mínimo de decencia no se imponga, seguiremos asistiendo a escenas lamentables: columnas de opinión basadas en rumores, tertulianos que pontifican sin prueba, y público celebrando la destrucción como entretenimiento. Es una imagen triste: una comunidad que se alimenta de su propia malicia.

Si quieres indignarte con razón y no con furor, empieza por lo elemental: lee. Luego habla. Si después de leer sigues pensando que algo es merecedor de crítica, hazlo con argumentos, con datos y con respeto. El insulto fácil y la condena temprana sólo demuestran pereza moral. Y cuando el objeto de la crítica es un autor premiado cuyo libro ni siquiera ha salido, el insulto ya no es sólo injusto: es ridículo.

Termino con una máxima simple: la opinión sin lectura es ruido; la crítica sin pruebas es venganza.

Y la venganza, cuando se ejerce en público sin sustento, sólo deja un rastro de mediocridad y cobardía. Estamos mejor que eso.

Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

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