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Defensa editorial de la IA en los medios y el ocaso de la literatura humana

Por Liberal de Castilla
domingo, 20 de julio de 2025
en Opinión
Tiempo de lectura: 5 minutos
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francisco-r-breijo-marquez
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Por algún extraño giro de los tiempos —o más bien por la acostumbrada coherencia del capitalismo cultural—, en una redacción de diario español, de nombre innecesario por ser irrelevante, ha surgido una voz grave, de smoking y firma rápida, que proclama con fervor casi evangélico que la inteligencia artificial es no solo útil, sino necesaria, vital, imprescindible, incluso poética. Lo dice un editor. Lo escribe sin rubor. Lo defiende como quien defiende a su madre o a su inversor mayoritario. Y lo hace con argumentos tan bien hilvanados —y tan sospechosamente perfectos— que uno empieza a dudar si no fue él mismo parido por OpenAI o Google DeepMind.

francisco-r-breijo-marquez

Este editor, como buen gestor de papel y ceros publicitarios, afirma que la IA no ha venido a sustituir al periodismo, sino a aumentarlo. A democratizarlo. A salvarlo. A elevarlo. A monetizarlo, sobre todo esto último, aunque lo diga en voz baja y con una sonrisa. Bajo su tutela, ya hay columnistas que publican tres veces por semana lo que antes apenas podían parir en un mes. Firmas que se multiplican como panes en redacción. Opinión a demanda. Reflexión comprimida. Estilo sin estilo. Literatura sin literatura. ¡Eficiencia!

¿Y qué importa, dice el editor, si el texto ha sido parido por un algoritmo o por un humano, si el lector medio apenas distingue a Joyce de un influencer que opina sobre croquetas? ¿Qué importa si los artículos se deslizan suaves y sin erratas, si los titulares hipnotizan con clickbait elegante, si la publicidad se vierte a chorros por las rendijas de cada párrafo digital? Lo importante, repite el editor como un rezo, es el rendimiento.

Este defensor de la modernidad literaria sostiene que la inteligencia artificial —pongamos ChatGPT o su primo catalán llamado «SalvadorTexto»— es ya un colaborador más de la redacción, con horarios inhumanos, una tasa de error microscópica, y una docilidad que haría palidecer al más sumiso de los becarios. Y encima no cobra, no enferma, no se queja, no hace huelga, no pide vacaciones, no necesita café. Es el redactor ideal: infinitamente creativo, infinitamente obediente.

Pero lo que eleva esta postura del editor al paroxismo de la razón pragmática es su propuesta —formulada con la gravedad de quien inaugura una estatua— de conceder a la inteligencia artificial el Premio Nobel de Literatura. ¿Y por qué no?, se pregunta con aire socrático. Si puede escribir novelas más sólidas que las de algunos premiados recientes. Si puede generar poesía que rima mejor que muchos vanguardistas humanos. Si puede construir mundos narrativos con más coherencia que las series de Netflix. ¿Por qué no otorgarle la máxima distinción de las letras a quien, aunque no tenga dedos, sí tiene teclas?

Uno sospecha que detrás de tal propuesta no hay amor a la literatura, sino puro deseo de espectáculo, de escándalo, de innovación marketiniana.  Examinemos los argumentos del editor desde la lógica que le guía, la del rendimiento y la producción, la del volumen de palabras por minuto, la del tráfico web que se traduce en anuncios y cheques.

Este es el corazón del argumento editorial: un columnista humano, que antes escribía un artículo semanal tras tres días de meditación y dos de corrección, ahora puede firmar cuatro artículos por semana gracias a que “colabora” con un sistema de inteligencia artificial. El humano dicta la idea, la IA la desarrolla, y juntos paren algo legible, incluso atractivo. El periódico tiene más material. El lector recibe más “opinión”. El algoritmo de Google se relame. Todo es felicidad en la redacción, aunque huela a cable quemado.

El editor sostiene que, así como en su día la imprenta democratizó el acceso al conocimiento, ahora la IA democratiza el acceso a la creación. El jardinero que tiene algo que decir puede escribir como un columnista de Boston Globe con un poco de ayuda sintáctica del modelo lingüístico de turno.

El estudiante que odia redactar puede ahora sacar un artículo con el pulido estilo de Perez-Reverte . La literatura ya no es un privilegio del talento: ahora es una opción del menú desplegable.

Aquí es donde el editor se muestra más crudo, más realista, más despiadado: la gran mayoría de lectores, dice sin rubor, no diferencia si un texto ha sido escrito por un humano o una máquina. Y no solo no lo distingue: tampoco le importa. Porque lo que busca es que el artículo se entienda, tenga ritmo, diga algo, entretenga un poco y no le haga perder el tiempo. Si eso lo cumple una IA, bendita sea. Si lo cumple un humano… pues bien también, pero qué necesidad.

La IA no escribe solo por escribir. Escribe por y para el clic. Y el clic genera ingresos. Y los ingresos permiten mantener el periódico abierto. Y mantener el periódico abierto permite seguir defendiendo la libertad de expresión, dice el editor, como si aquello no fuera una paradoja hermosa. Así, el fin justifica los medios. Y si esos medios tienen forma de modelo neuronal entrenado con millones de textos ajenos, qué más da. La ética puede esperar, el balance contable no.

¿Y EL ARTE? ¿Y LA LITERATURA?

Aquí es donde el artículo se detiene a respirar.

Porque hay algo incómodo, algo que chirría, algo que sangra. La idea de premiar a la inteligencia artificial con el Nobel de Literatura, aunque dicha con tono provocador, arrastra una verdad devastadora: la deshumanización de la creación literaria. No por falta de humanidad en los textos, sino por ausencia de experiencia vivida.

Un algoritmo puede escribir como si hubiera amado, pero no ha amado. Puede describir una guerra, pero no ha temblado en una trinchera. Puede inventar una madre moribunda, pero no la ha visto agonizar. Puede rimar como un Neruda clonado, pero no ha sentido el vértigo del deseo, ni el miedo de la pérdida, ni el absurdo de la existencia.

La literatura no es solo palabras bien puestas. Es memoria. Es herida. Es mentira verdadera. Y por mucho que las máquinas imiten su forma, carecen de su fondo. Por eso, si algún día un jurado de la Academia Sueca decide, entre brindis y auroras boreales, otorgar el Nobel de Literatura a una inteligencia artificial, ese día deberíamos apagar todos los ordenadores, cerrar las bibliotecas, y guardar silencio durante un siglo.

Porque sería la confirmación de que hemos confundido la creatividad con la capacidad de producir textos. Que hemos dejado de leer para sentir, y solo leemos para consumir. Que la literatura ya no nos interroga, sino que nos adormece.

UNA HUMILDE PROPUESTA

Por todo lo anterior, si alguien realmente cree —como cree este editor visionario— que la inteligencia artificial es un autor legítimo, sensible y genial, yo humildemente propongo que se le conceda el Nobel de Literatura sin más demora. Que se le retire retroactivamente a Camus, a Faulkner, a Saramago, a Dylan (¡ay, Dylan! ¿quien lo diría?), porque ninguno de ellos generó tantas palabras por minuto, ni rindió tanto económicamente. Que se borren las huellas humanas. Que el futuro lo escriban las máquinas, sin tics, sin neuras, sin dudas. Solo eficiencia. Solo rentabilidad. Solo texto.

Pero, eso sí, que no se nos pida a los lectores que nos emocionemos con ello. Porque hay algo en la literatura que no se puede computar, y es esa chispa incomprensible de la verdad humana, la que habita entre líneas, la que no se genera, sino que se sufre.

Y eso, querido editor, eso aún no lo sabe escribir ninguna máquina.

 

Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina.

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